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EL CORRO PEDRO VICENTE
León

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L a entrega de la Medalla de Oro de las Cortes a la Real Academia Española da lustre esta semana al aniversario del Estatuto de Castilla y León, quien, como no quiere la cosa, cumple el jueves 33 años. Una efeméride a la que el leonesismo político da la espalda, como por otra parte no puede ser de otra forma, dado su rechazo histórico a la configuración territorial de la comunidad autónoma.

Mas allá de cuestiones identitarias, lo cierto es que Castilla y León no atraviesan su mejor momento social y económico. La crisis económica ha pinchado en los últimos años una “burbuja autonómica” caracterizada por un crecimiento artificial que nos hizo pensar que esto era Jauja. Y el batacazo ha sido monumental. Basta decir que la Junta ha retrocedido a niveles presupuestarios de hace diez años, al tiempo que la deuda pública se ha triplicado.

En paralelo han quedado al desnudo las carencias ocultas por ese espejismo, comenzando por la falta de vertebración social y política, asignatura pendiente desde el minuto cero y en la que tres décadas después, lejos de avanzar, incluso hemos ido retrocediendo. Hace tiempo que el desapego ciudadano hacia el establishment autonómico ha dejado de ser exclusivo de la provincia de León.

En estas circunstancias, que amenazan con ir a peor, empieza a resultar irritante el empeño de los principales partidos políticos en abordar una nueva reforma del Estatuto de Autonomía, como si se tratara de una especie de panacea que fuera a resolver por ensalmo los graves problemas estructurales que aquejan a Castilla y a León. Aparte de resultar una iniciativa completamente extemporánea en la situación política nacional, resulta completamente falaz situar en un Estatuto el origen o la solución de nuestros males.

La sangría de la despoblación, el declive industrial, los desequilibrios territoriales o la insuficiencia de recursos financieros para atender nuestras necesidades sociales más básicas no se van a resolver porque lo proclame ninguna norma al estilo de la Constitución de Cádiz, aquella que declaraba a los españoles “buenos y benéficos”. Esos problemas de fondo no tendrán respuesta mientras desde los poderes públicos, aquí y en Madrid, no se actúe con determinación y se implementen recursos para atacarlos de raíz. Y eso en ningún caso se producirá mientras la ciudadanía permanezca contemplando con indolente resignación su propia decadencia.