TRIBUNA
El poeta don Antonio
E n 2016, el 14 de febrero, día de San Valentín, murió, en Majadahonda, Antonio Castro y Castro, poeta leonés nacido en Oteruelo de la Vega en 1929. Yo le oí en la homilía que dio en San Miguel de las Dueñas con motivo del entierro de una prima monja que tenía en este monasterio cisterciense. También era sacerdote don Antonio, brillantísimo orador, pero sobre todo —repito— un gran poeta no reconocido por la dificultad extrema de su lectura. Él decía que era el poeta español que más versos había escrito. De cerca, su obra es inconmensurable, especialmente la última, la que escribió desde que a sus setenta y cuatro años, la orden religiosa a la que pertenecía decidió darle un muy merecido retiro de su labor de rector (del Seminario de Zaragoza, del Pontificio Colegio Español de Roma y del Colegio Español de Munich). Fue su ‘jubilación’ su única oportunidad de escribir todos los días, pues hasta el 2003 nunca había podido dedicarle a la poesía más que los huecos festivos y veraniegos que dejaban sus alumnos, entre ellos Rouco y Blázquez. Desde entonces se levantó todos los días a las cuatro de la mañana para escribir poesía, así le dio tiempo a escribir: Poemas del Cordero (2005), Apocalipsis del Cero (2005), Poemas de (2006), Poemas de los niños enfermos (2007), Poemas blancos por Sorolla (2009), Poemas del Guadiana en Mérida (2009), Poemas de Praga (2010), Poemas del Teide (2011), En Canaima y en Caracas (2012), Poemas de las materias (2013), Pintar a Jesucristo (2014), Poemas de los andamios (2015), un total de doce extensos libros de más de doscientas páginas cada uno con poemas de un español verdaderamente labrado, denso y contundente cual dijo Antonio Gamoneda. Sí, si algo conocía mejor que nadie Antonio Castro y Castro era el español, el español en su relación con las otras lenguas europeas derivadas del latín. Su finísimo oído poético-musical le hacía saltar de una lengua a otra y saber cual era, de entre todas la pronunciaciones, la que mejor dibujaba la realidad que las palabras tratan de representar o de captar o de cazar. En su legado poético tiene bien traducido al español casi toda la poesía extranjera que leyó, sobrepuesta a los mismos libros. No traducía ideológicamente cual hacen los traductores vulgares sino que, por ser fiel al poeta, intentaba y lograba que el sonido pasase de una lengua a otra sin casi cambio. Si alguna editorial se interesa, todo este material de don Antonio está o debiera estar en la Residencia de los Operarios en Majadahonda. Espero que se conserve y no se disperse, porque es un enorme legado no sólo al evolucionado español sino a todas las otras lenguas derivadas del latín y surcadas por el ideológico griego.
Castro era un cura del Espíritu, un cura aire, que daba pneuma a su entorno, que animaba a su prójimo para que fuese, no mucho mejor, pero, sí algo mejor el mundo. Una persona cercana dijo: «Sin Castro todo es más feo», y es cierto. Es muy cierto porque hasta la homilía de su misa de despedida fue fea, abstracta, lo peor según decía él —«concretador» siempre— para despedir de esta vida a cualquier persona que habrá hecho poco o mucho en este mundo, pero seguro que al menos una cosa buena hizo. El sacerdote se preguntaba en el sermón: «¿Con qué poema Antonio se presentará ante Dios?», pero al final ninguno leyó. Yo le respondería, con cualquiera de los suyos.