TRIBUNA
Albert impone el modelo catalán a toda España
S e presentó como el aire fresco que necesitaba el arcaico modelo político español. Él era la regeneración, el baluarte de los cambios que precisaba el sistema para devolver credibilidad y dignidad a la «res pública». Que todos miraran su ejemplo: la referencia del buen gestor, el paradigma de la honestidad. La panacea.
Como es nuevo goza de dos ventajas respecto a los dos clásicos: cuesta encontrar un caso que le salpique por prácticas de mal gobernante (porque no ha tenido responsabilidades de gobierno) y, además, los chanchullos más o menos confesables de sus chicos de provincias se le perdonan con mayor facilidad. A fin de cuentas le falta experiencia y no afectan al dinero de los contribuyentes.
Con el paso de los días y tras las últimas elecciones, por más que intente dar la imagen de hombre de Estado o de «hombre bueno» para intentar erigirse en puente que uniera los dos extremos que representan el PP y el PSOE, no ha podido evitar las contradicciones. Y que se le vea el plumero.
Empezó jactándose por su papel a la hora de elegir al presidente y a la mesa del Congreso. En realidad lo que hizo fue dar un cheque en blanco a los socialistas para obtener la presidencia de la Cámara Baja. Nada menos que el tercer puesto en la jerarquía del Estado. Entonces dijo, y ahora se le ha olvidado, que si el presidente del Gobierno pertenecía al PSOE, Patxi López debería dimitir porque de lo que se trataba era de evitar que se acumularan las presidencias del Gobierno y del Congreso en el mismo partido.
Hasta ayer mismo perjuraba que en ningún caso iba a dar su apoyo ni a PP ni al PSOE. Que, a lo sumo, se abstendría.
Pero hoy, aprovechando las rebajas, la cercanía de San Valentín y el 23-F, el chico dialogante propone cinco puntos sobre una reforma exprés de la Constitución para rendir sus votos al candidato socialista (que, aún así, faltarían cuarenta y seis escaños para la mayoría). Cinco puntos, cuatro facilones, baratos, que bien valen una presidencia de gobierno.
Y entre esos puntos, lo que el ínclito baluarte de la regeneración política propone es imponer a todos uno de los anhelos históricos de los catalanes para toda España: que desaparezcan las provincias y también su órgano de gobierno, las diputaciones. Guste o no guste al resto de los territorios y sin consultar con ellos, ¿para qué? Aunque sabe que ese juego no va a salir. El PP no lo va a aceptar. Primero porque en la mayoría de las provincias, las diputaciones cumplen un papel del que no se puede ni se debe prescindir: y menos aún si la justificación es el anhelo de poder de quien no ganó las elecciones o el lío del que el «hombre bueno» no sabe salir. Y sin el PP, ni el Congreso ni el Senado darán el visto bueno a esta propuesta.
Pero además resulta ignominioso. Un escándalo. Ahora sabemos que el chico de la regeneración, todo lo que tiene que aportar para el futuro del país es satisfacer a los catalanes y suprimir las provincias. Aunque para ello tenga que borrar de un plumazo todas las diputaciones de España. Todas, sin consultar a alcaldes ni a concejales, y sin reparar en el papel básico que están cumpliendo en los municipios rurales de sus respectivas provincias.