Diario de León
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el mirador lorenzo silva
León

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V iene a decir el alcalde de Londres, el conservador Boris Johnson, que ha decidido hacer campaña por el no en el próximo referéndum para la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea porque salir de ella es lo único que devolverá a los británicos el control democrático de su futuro. El argumento no es desdeñable, ni la objeción que plantea contra el proyecto europeo es como para pasarla por alto. Prevalece por ahí la visión de los británicos como unos insolidarios que presionan a las instituciones de Bruselas para preservar sus privilegios y no arrimar el hombro en la solución de los problemas comunes; y puede que algo de eso haya, pero tampoco deja de ser cierto lo que apunta Johnson: en las últimas décadas, las instituciones europeas se caracterizan por una toma de decisiones alejada de los ciudadanos, forjada por una élite burocrática que vive en su propia burbuja, negociada con los grupos de presión que la cortejan y pactada al final por unos Gobiernos que siempre tratan de preservar ante todo sus intereses nacionales, lo que arroja como resultado una política abstrusa, hecha de componendas y cada vez menos seductora para sus destinatarios.

Lo que ha hecho Gran Bretaña, obligando a la Unión a aceptar una rebaja de su compromiso con ella (ya bastante atenuado desde tiempos de Margaret Thatcher), es ponerla ante la constatación irremediable de su pérdida de impulso integrador, que en el fondo viene a ser un principio de desistimiento de sus ideales fundacionales, y que algo tiene que ver con esa defección de una ciudadanía a la que probablemente no se ha acertado a representar. Con el acuerdo del pasado fin de semana, la unión política de Europa está cada vez más lejos, y resulta por el contrario cada vez más patente su carácter de asociación de puro y duro interés económico. Por esto, justamente, los británicos se permiten exigir la modulación de aquellas obligaciones derivadas del tratado que ahora no les resultan rentables, o que redundan en lo que consideran como ineficiencias o disfunciones en su propia economía, su mercado de trabajo, sus servicios públicos, etcétera. No hay ya ningún principio lo bastante sólido y poderoso como para contrarrestar las consideraciones de conveniencia. En suma, éstas se imponen con una fuerza inapelable.

Con la abdicación de los postulados europeístas, y por más que se haya intentado controlar y acotar el daño, la cumbre adquiere un carácter crepuscular, que también impregna a muchos de sus participantes. En el comienzo de su ocaso parece la antaño todopoderosa Angela Merkel, y ya se verá si Cameron, ahora forzado a pedir el sí a sus compatriotas en el referéndum, no acaba arrepintiéndose de la apuesta. En cuanto al participante español, quizá sea lo mejor correr un piadoso velo.

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