Las diputaciones provinciales
Q ue las diputaciones salen caras está claro pero su utilidad, no tanto. Por algo quizás la polémica que se ha desatado estos días en torno a su mantenimiento no sea nueva. Incluso en más de una ocasión ha sido objeto de bromas y anécdotas como la de un personaje que en su lecho de muerte y ante sus descendientes les dijo: «Me ha llegado la hora. Y muero tranquilo, sólo con dos dudas que en tantos años no he conseguido disipar: entender a las mujeres ni saber para qué sirven las diputaciones provinciales». Como muestra de humor, reconocerán conmigo que es buena.
Aunque en algunos lugares —por fortuna, no todos—, como Orense, la respuesta es fácil: colocar a familiares, amigos y compañeros obedientes del partido; en otros la respuesta no es tan sencilla: sirven de refugio para descolocados políticos, dan sueldo, ya que no siempre trabajo agotador, a demasiado personal y, por supuesto, prestan servicios en pueblos, aldeas. En fin, a ese sector de la sociedad rural a donde apenas llegan las inversiones del Estado o de las comunidades autónomas.
Bueno, cuando escribo comunidades me refiero a las pluriprovinciales porque en las uniprovinciales no existen diputaciones, sus funciones las asume la administración autonómica y no por eso la atención es mejor o peor. La existencia de las diputaciones como organismos intermedios en la Administración regional y local está reconocida en la Constitución y suprimirlas no será ni fácil ni conveniente, aunque reconvertirlas en instituciones menos aparatosas y más eficaces, parece oportuno en un sistema tan descentralizado y burocratizado como el que tenemos.
Pero no todo el mundo lo entiende así y las razones en su defensa y en su supresión dividen a los partidos políticos y genera insólitas coincidencias entre la derecha y la izquierda. Hay quien las defiende porque estima que son imprescindibles o porque en ello le van intereses personales, incluidos cargos y empleados, que legítimamente velan por su puesto de trabajo, y del otro lado están los que consideran que unos organismos con funciones tan indefinidas y tan costosas no tienen razón de existir cuando las administraciones autonómicas pueden sustituirlas o englobarlas como departamentos más sencillos, ágiles y libres de tanta carga política.
La solución, lo mismo que ocurre con el también polémico futuro del Senado, necesitará alguna modificación constitucional y seguramente estará en el punto medio. Los núcleos rurales, que están menos representados que los urbanos en los centros de decisión, necesitan atención más directa, una atención que se ocupe de sus infraestructuras y servicios y que vuelque en la solución de sus problemas unos presupuestos que con el modelo actual financian sobre todo cargos y aparatos como mínimo excesivos.