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Publicado por
MANUEL GARRIDO ESCRITOR
León

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E n 1926 y en Toledo, donde estaba destinado como comandante de infantería, Verardo García Rey publicó un librito con este escueto título: La Cabrera. Había hecho antes un viaje a la zona, fruto del cual fueron la mayoría de las notas etnográficas que ocupan la segunda parte y que son lo más interesante del opúsculo. La meta de ese viaje en La Baña incluyó una excursión hasta el lago donde el río Cabrera se incuba. Llevaba, sin duda prefigurada por lecturas y otros rumores, la idea de una comarca arrinconada en confines de leyenda, y una vez allí quedó literalmente fascinado, en concreto por La Baña, «quizás —dice— el único lugar en donde todavía arde el fuego del hogar antiguo».

Leyenda, encanto y misterio (este, además, «difícil de disipar»): tales son los tres significativos términos utilizados para referirse al mundo de La Baña mediante unas, por él modestamente llamadas, impresiones fragmentarias. Encontramos en ellas esta noticia extraordinaria, anunciada como «destello de aquel feudalismo de los tiempos medievales»: La Baña mantenía «una guardia militar de 24 escopeteros encargados de la defensa del pueblo; al morir uno de ellos, se reunían los vedraños (viejos) y designaban al que habrá de sustituirlo». La noticia va enmarcada entre dos precisiones: empieza diciendo que lo ha oído y concluye afirmando que no lo ha comprobado (y entendemos que no ha podido comprobarlo). ¿Se trata acaso de una leyenda con su misterioso encanto? En realidad, el término vedraños, viejos en su interpretación, es la pronunciación dialectal de la palabra veteranos, se entiende que de alguna guerra antigua o más reciente.

Es posible rastrear huellas cabreiresas de la resistencia antifrancesa durante la Guerra de la Independencia. Así por ejemplo, en el libro de defunciones de la parroquia de Corporales aparece el día 19 de marzo de 1809 la inscripción de dos soldados y un coronel, llamado Raymundo Salazar; a continuación y hasta el 29 de octubre hay otros ocho soldados.

Tras la guerra se creó la Milicia Nacional, consistente en pequeños grupos armados para defensa del orden constitucional. El número de integrantes variaba entre 15 y 20 y su arma era un fusil de avancarga, al que podía acoplarse una bayoneta.

Se puede conjeturar que allí donde hubiera habido partidas de guerrilleros, algunos al menos se integrarían más tarde en esta milicia. Pero es que ya cien años antes, durante la Guerra de Sucesión, había habido escaramuzas en Cabrera. En el citado libro de la parroquia de Corporales entre 1711 y 1713 aparece la inscripción de cuatro soldados muertos en el pueblo, más otros dos, seguramente civiles, a quienes mataron los portugueses (de uno de ellos dicho con término de no dudosa apariencia: «de un fucilaço»). ¿Qué pintaban aquí esos portugueses? Pues bien, Portugal, aliada del archiduque Carlos, en caso de victoria reclamaría Galicia, gobernación de Cabrera incluida, se supone, de modo que esa presencia parece indicar que los combates llegaron al señorío cabreirés del marqués de Villafranca, D. Fadrique de Toledo, partidario del Borbón Felipe.

Hay que recordar en fin que durante y tras las guerras carlistas hubo partidas de guerrilleros carlistas actuando en zonas montañosas. Ahí precisamente puede hallar encaje un personaje singular, cuya memoria se conserva aún, si bien ya a punto de la extinción. Se trata del sacerdote nativo del pueblo Daniel Vega Arias, extrañamente apodado El Carlista.

Se ordenó en 1886 tras una carrera de las denominadas breves, reservadas a quienes entraban en el seminario, no de niños, sino en la juventud, de modo que su nacimiento, descontados los 25 años canónicos, y en su caso por la razón dicha tal vez alguno más, para la ordenación, pudo estar más atrás de 1860. Ahora bien, la segunda guerra carlista terminó en 1876. Grandemente nos tienta imaginar una belicosa primera juventud del futuro sacerdote, integrante de alguna partida guerrillera como devoto seguidor carlista.

El caso es que, tras unos años de párroco en Santa Eulalia y su anejo Castrohinojo, pasó a ser coadjutor en la parroquia de su pueblo, y ya bien asentado en él pudo haber organizado uno de los llamados círculos carlistas incluso con viejos camaradas, por supuesto armados.

En los círculos, por cierto, la suprema jerarquía la ostentaban precisamente los vedraños, aquellos que, por ejemplo, habían visto un día al rey y quedaron para siempre marcados. Y todo ello, aroma feudal incluido, nos remite a otros tiempos que, aunque antiguos, no son ni mucho menos los medievales que dijo el comandante.

Hace cien años, cuando él pasó por aquí, vivía gente en cuyas evocaciones sin duda aún latían historias ligadas al recuerdo de las antiguas partidas guerrilleras y milicianas. Es una lástima que nuestro militar no le siguiera la pista a esa espléndida pieza de los escopeteros veinticuatro. Seis años después del libro, en febrero de 1931 y a los 58 de su vida, moría repentinamente en su casa de Molinaseca. Y ahí han seguido, en el ángulo oscuro del misterio o la encantada fábula, los antiguos soldados olvidados.

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