Diario de León

TRIBUNA

¿A qué llamada acuden las ‘hordas universitarias’?

Publicado por
Benito Enrique García Guerrero Doctor en filosofía y bachiller en teología
León

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E l motivo que me ha impulsado a compartir estas líneas con todos los lectores del Diario de León es el apenado asombro ante un fenómeno que, desgraciadamente, ya se ha convertido en habitual de nuestra ciudad: me estoy refiriendo al ‘ritual sagrado’ de las fiestas universitarias y del ‘botellón’, al que muchos estudiantes peregrinan ‘religiosamente’, y que han instaurado en el campus de la propia Universidad de León las tardes-noches de los jueves.

Aunque sería digno de larga consideración, no me voy a referir aquí a la irresponsabilidad y, por tanto, a la maldad que supone obligar a los servicios de la limpieza a que se encarguen de la basura (plásticos, vidrios, etc.) que dejan muchos universitarios y universitarias; ni al coste económico que supone y que no pagan ellos; ni a la molestia para los vecinos de alrededor que al día siguiente se levantan cuando muchos de éstos ni se han acostado; ni a la perplejidad que produce en muchos leoneses y leonesas la permisividad de las autoridades oficiales encargadas de dicha competencia, en relación al uso de parte de sus instalaciones como lugar de fiesta, donde reina el ruidoso culto orgiástico al ‘sentimiento de manada’, estimulado por las múltiples drogas que contribuyen a que se manifieste, con más intensidad, el delirio colectivo del ‘sustrato primate’ del ser humano.

Sería bueno no olvidar que la institución llamada «Universidad» fue promovida por la Cristiandad medieval para el desarrollo de las ciencias sagradas, la creación de la ciencia y la difusión de una cultura superior. Por ello, no sé qué pensarían de las ‘borracheras en la universidad’ el capellán Roberto Sorbón, fundador del primer colegio universitario creado para ayudar a los estudiantes, o si sintonizarían con esta novedad posmoderna los dos profesores más ilustres del siglo XIII que enseñaron en París, el franciscano Buenaventura y el dominico Tomás de Aquino; o si, a la vista de este fenómeno desconcertante, admiraría la extrema dedicación al estudio y al logro de la excelencia académica en algunas universidades españolas, el franciscano que enseñó en Oxford (una generación posterior a los anteriores), Juan Duns Escoto.

La finalidad de este breve escrito es otra: intentar traer a la luz las causas últimas de estas y otras actitudes afines. De poco serviría hacer pública la indignación (uso este término con tanta o más razón que muchos populistas de nuestro tiempo) ante este acontecimiento de «la peregrinación a la universitaria fiesta-botellón», si no ofreciera algún tipo de interpretación o clarificación del mismo.

Yo encuentro que la marea totalitaria de sinsentido profundo que inunda y anida en lo más profundo de nuestro ser, se halla en la raíz de este ‘ritual pagano’ de la ‘fiesta-botellón’ universitaria; algo así como una enfermedad mortal —tanto que no sabemos que la padecemos—, consistente en la des-orientación radical que nos hace vagar o vivir, los pocos años que nos desplazamos por este suelo, a la deriva, zarandeados por el primer viento o moda que sopla, no sabiendo muy bien «de dónde procede», «hacia dónde nos lleva», «por qué lo obedezco», y creyendo —ilusoriamente— que somos nosotros, genuinamente, quienes dirigimos el timón de este barco llamado: nuestra vida.

Si este breve diagnóstico de los que habitamos en la denominada cultura posmoderna no está demasiado descaminado, y creo que no yerra en demasía, la situación es trágica, literalmente para echarse a temblar. Pero si logramos despertar de este embotamiento y ceguera existenciales, en que el torpor de nuestras sensaciones —y la desmemoria— nos han instalado y hundido, impidiendo así que aflore una mínima lucidez sobre lo que somos, algo importante habremos conseguido. El resto de este ensayo se dedicará, precisamente, a presentar un primer ordenamiento o panorama de esta nuestra auténtica situación existencial.

Nuestra llegada al mundo se dice que es inmemorial, es decir, nadie recuerda hacer nacido; sin embargo, aquí nos encontramos sin haberlo pedido ni querido. A esta entrada en la existencia le sucede un periodo de acomodación a la vida, de adquisición de hábitos corporales, afectivos, alimenticios, sociales, etc., que se hallan en el ambiente familiar y cultural que rodea al niño y a la niña, es decir, a cada uno de nosotros. A esta segunda etapa, común a todo ser humano, le sucede un día —una noche— una ruptura tajante, una inesperada visitación de una noticia que ni tan siquiera sospechábamos: el mensaje de la muerte de nuestros familiares y de nosotros mismos, la noticia de mi segura finitud y de mi muerte solitaria.

Traumático acontecimiento que se presenta ante nuestra vida, ahora angustiada y sufriente, y que desencadena una crucial alternativa existencial: o huir de esta verdad esencial de toda vida humana, es decir, darle la espalda y, olvidándonos un poco de ella, atiborrarnos de «calmantes existenciales» en forma de múltiples distracciones; o la actitud valiente del que afronta pasivamente esta durísima realidad, afinando su sensibilidad a las donaciones o rendimientos subjetivos de dicha proto-experiencia. Algún pensador español muy relevante en nuestros días ha denominado a la primera actitud «situación superficial», y a la segunda «situación fundamental».

En nuestra opinión, los términos religiosos análogos para describir el resultado de optar por una u otra actitud serían «condenación o perdición» en el primer caso, y «salvación» en el segundo. Desde esta perspectiva, también se renueva un tipo de teología existencial más en sintonía con nuestra sensibilidad, donde estos conceptos teológicos encuentran nuevo sentido, al ser referidos a nuestra situación presente y no sólo atribuidos, como se interpretaba en la clásica teología de «los Novísimos» que enseñaron a nuestros mayores, a misteriosos estados escatológicos «post mortem» (infierno, cielo y purgatorio).

Pues bien, sobra decir que una manifestación de esta instalación en la situación superficial —en terminología religiosa «situación de condenación o perdición»— es el ritual profano de los jueves por las tardes y noches en la Universidad de León. La estampa que ofrecía esta —demasiado fácil— peregrinación universitaria, no sé por qué me trajo a la mente la salida o éxodo del pueblo de Israel huyendo de la esclavitud de Egipto. Sin embargo, pensándolo bien, fue solo un espejismo. Muchos hebreos salieron del lugar de esclavitud, donde tenían asegurado el pan, cobrando nueva vida —«resucitando»— al ser desapropiados de sí por la irrupción y atracción —violentísima y fortísima— de la energía del Infinito (YHVH) que les recordó Moisés; en cambio, muchos universitarios, habiendo olvidado dicha presencia que, pese a toda nuestra lucha por hacerla desaparecer de la faz de la tierra, sigue y seguirá latente, corrían impacientes —como sombras o espectros de hombres— creyendo encontrar unas horas de «reanimación» de su sangre, sus vísceras y sus huesos. Respondían, así, a otro reclamo: el de una fuerza oscura, anónima e impersonal que no tiene nombre porque es nadie, Nada.

Quizá la alternativa existencial de veras radical no sea, como dijo el genial escritor inglés Shakespeare, «ser o no ser», sino, como no se cansó de repetir el no menos extraordinario pensador lituano Emmanuel Levinas: «el ser o el Bien».

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