TRIBUNA
Principio de Peter
N o es mi costumbre escribir sobre política (doctores tiene la Santa Madre Televisión, que lo hacen con rigor y sabrán responder a sus dudas). Así que, siguiendo la práctica, el argumentario de hoy tratará de otras cuestiones menos calientes. Cierto es también, que sobre todo desde el histórico 20 de diciembre del pasado año, según mi entender, es difícil hablar de algo tan serio como la gobernación de un país, cuando no se practica el viejo y necesario Arte de la Política con mayúsculas; una disciplina tan antigua como el hombre con capacidad de discernimiento, con juicio.
La situación, al menos cuando escribo estas líneas, tiene más de esperpento que de exigible seriedad, ajena a personalismos mostrencos. Ni siquiera buena voluntad. De nuevo hay que recordar al conocido «baile de la silla»: el que no coja el asiento oportuno y asiente las posaderas con fuerza, se queda sin bailar. La situación no es equiparable con los 541 días sin gobierno que tuvo Bélgica, pues es un Estado Federal con tres regiones dotadas de muy importantes transferencias gubernamentales. Al Gobierno corresponde gestionar unos pocos apartados notables, pero no vitales para la continuidad del día a día de los ciudadanos, quienes pueden comer gofres con nata o chocolate. Exquisitos.
Hace unos días, hablando con uno de mis jubilados preferidos, comentábamos la situación del país y, sobre todo él, con acento y alguna palabra asturiana y popular, me explicaba el porqué del galimatías montado en torno al intento de formación de gobierno. Yo le había dicho que no acababa de entender las dificultades existentes. Él, con tono de mansedumbre didáctica, trató de explicármelo.
«Mira fiu, ye muy fácil. Ponte, por ejemplo en un aprendiz de panaderu, un guaje que entró en un obrador para limpiar con escobón los restos de la maquila. El chavalín era listín y fijábase mucho en cómo facia la masa el patrón. Meses más tarde, el panaderu va y le dice que vaya amasando él. Total fiu, después de un año y medio ya estaba el guaje encargado de meter la masa en el forno, muy atento a la temperatura y al tiempo de cocedura. Y ahí jodiose su carrera. Se confundía todo el rapaz; no entendía bien el aparatu redondo que contaba los grados de la foguera; pasábase de tiempo y abrasábase el pan. Lo intentó cuatro días y to las veces aquello parecían tizones. A ver si entiéndesme. Amasaba bien, pero aquello del forno non cababa d’entendelu y no le prestaba. No estaba preparau pa lo más importante. ¿M’entiendes, oh? Pues eso es lo que pasa con los politiquines: ascienden, ascienden, hasta un cargo pal que no valen. ¿Ta claro? Tómate otro culín home, ¡Cagüen mi alma! ».
Sorprendido por la acertada respuesta, le dije: «¡Oye!, tú has leído a Raymon Hull». Me contestó: «Si no le han cambiado el nombre, lo que leo son les esqueles de La Nueva España. Y, ¿qué escribe el Manín ese?» Bueno, —le respondí— publicó un libro muy famoso que se titulaba El Principio de Peter .
Mirándome con reticencia me espetó: «¿Pero, de qué tratábase?»
En resumidas cuentas, que todo el mundo llega a su nivel de incompetencia. Poco más o menos lo que tú me has contado del aprendiz de panadero —le aclaré.
«¿Y pa eso enredarse tanto el Manín? Lo saben hasta los nenus. Tengo un sobrín que lu facería más claro n’un momentín ¡oh! Eso del Manín paiceme pijaes conocíes. Voy pedir otros culines. Préstanme».