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Publicado por
andrés mures quintana analista político y experto en Relaciones Internacionales
León

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E n el curso de los últimos veinte años, el corazón de la Europa democrática ha sufrido espantosos ataques terroristas de corte islamista. Comenzaron con el derribo del avión de la Pan Am en la localidad escocesa de Lockerbie el 21/12/1988. Se constató como responsables directos del ataque a los servicios secretos libios del coronel Gadafi. El 11 de septiembre de 2001 fueron atacadas las Torres Gemelas en el centro mismo de Nueva York. No era Europa, pero era la clara advertencia de Al-Qaeda al mundo occidental. Este terrible atentado, que se saldó con miles de víctimas y heridos, marcó el inicio real de lo que en medios islamistas se ha ido conociendo posteriormente como ‘guerra santa’ o yihad. La desgracia sacudió nuestro país con especial virulencia el 11 de marzo de 2004, con los atentados de Atocha: 193 muertos y casi 2.000 heridos.

Luego, a lo largo de casi 15 años, la cadena de estragos no ha cesado. El 7 de julio de 2005 ocurre lo del metro de Londres con 56 muertos. El 21 se repite, afortunadamente sin víctimas. En enero de 2015 el ataque al semanario Charlie-Hebdo, con 12 víctimas. En noviembre los diversos atentados, también en París contra bares, cafeterías, resturantes y la sala de fiestas Bataclan con 137 muertos y casi 500 heridos. El 22 de marzo, los atentados de Bruselas al aeropuerto de Zaventen y al metro: 35 muertos y cerca de 400 heridos.

Este rosario de tremendas desgracias podría pensarse en buena lógica que habría inducido a los gobiernos europeos, al menos a su mayoría y, fundamentalmente a las potencias que marcan pauta (Alemania, Reino Unido y Francia) a arbitrar políticas serias para la prevención de estos desastres; lamentablemente, las cosas han ido en dirección contraria y los resultados (tremendos en coste de vidas más la desgracia añadida de heridos muy graves) a la vista están.

Desde que las cosas en Oriente Medio se empezaron a complicar más aún (guerras de Kuwait e Irak) la sociedad musulmana ha ido acrecentando la desconfianza hacia Occidente. No es que el fenómeno sea nuevo, puesto que se trata de concepciones generales de vida, religión y costumbres contrapuestas, sino que los diversos acontecimientos que se suceden año tras año en diversas partes del mundo, han ido haciendo aún más profunda esta grieta. Túnez, Egipto, Turquía, Palestina, Israel, Irak, las tensiones Irán-Arabia Saudita, Pakistán, Yemen, Sudán, Mali y finalmente Siria, han sido caldo de cultivo de radicalismos de corte islámico.

En un breve artículo publicado en el Diario hace algún tiempo bajo el título La marea negra, ya hacía hincapié en un fenómeno que se viene observando en cualquier ciudad europea desde hace más de treinta años. Con ocasión del atentado de Charlie-hebdo, en las redes sociales y en los chats de numerosos jóvenes musulmanes, aparecía en aquellos días en sus perfiles de WhatsApp, la «contraorden» Pas Charlie, en una clara alusión a que la solidaridad con el semanario parisino y todo lo que significaba para millones de europeos, en realidad no iba con ellos, europeos también, a su vez, por nacimiento. Puede parecer un análisis simplista, pero no por ello menos real.

En estos días asistimos a crudos debates en muchos parlamentos europeos en torno al drama de los refugiados y su solución. Algo que se antoja tremendamente complejo, tal como estamos viendo. Los ímpetus de hace no más de cinco o seis meses, se están tornando en restricciones, miedos y cautelas. Europa no es capaz de prevenir riesgos, ni de arbitrar políticas de cohesión ante la marea de refugiados que llega de tierras lejanas. Gentes que pasan y han pasado por tremendos dramas personales, que son baqueteados de aquí para allá por mafias canallescas, que esperan ilusionados encontrar un paraíso en una Europa que muestra una cara radicalmente opuesta a esa expectativa alimentada por gentes de escrúpulos raquíticos, que han hecho de la desgracia colectiva de estos desgraciados un floreciente negocio.

La mayoria de los refugiados que llega a las costas griegas, pensando en un futuro ilusionante en Alemania o en los países nórdicos, está profundamente equivocada. Son gentes de otra cultura, costumbres y religión muy diferentes al perfil común europeo. Si para un español, griego o italiano es difícil amoldarse a la vida diaria de los países del centro y norte de europa, qué no va ser para un sirio, somlí, afgano o libio, por poner ejemplos palpables. El profesor Henri Kamen, politólogo de enorme prestigio, gran hispanista y cuyo saber se encuentra a años luz de perfiles raquíticos tales que Iglesias o el Monedero, comparte estas tesis brillantemente expuestas en sus numerosos artículos de más reciente publicación.

Estas páginas del Diario han acogido a lo largo de años las brillantes disertaciones del profesor Sosa Wagner. Él, conocedor profundo de las instituciones europeas, de Europa misma y fundamentalmente en su caso concreto de Alemania, motor y alma de la Unión, nos ilustraría con sus siempre acertadas aportaciones y sus puntos de vista en esta hora que parece marcar un principio del declinar europeo.