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flores del mal gonzalo ugidos
León

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V oltaire, como don Quijote, se inventaba pasiones para ejercitarse. Los partidos españoles inventan líneas rojas mayormente para no tener que ejercitarse en el arte de pactar. En un libro monumental, «España, un enigma histórico», Claudio Sánchez-Albornoz se propuso demostrar que la esencia del «homo hispanus» es cimarrona y, por lo tanto, tan ingobernable como sugiere este exabrupto de Romanones: «¡Joder, qué tropa!». Fukuyama da la razón a don Claudio en un ensayo («Trust: la confianza») que postula la capacidad para el pacto como atributo para el éxito social y económico. En España hemos creído que no hace falta tender puentes si hay huevos para saltar el río y que, como en el chiste de vascos, para qué dialogar si podemos arreglarlo a hostias. Sánchez-Albornoz viene a decir que somos de la estirpe de Caín. Lo que viene a decir Fukuyama es que los españoles confiamos en la familia, pero no en el Estado, y de ahí el éxito de los Pujol y el fracaso de Cataluña.

Antes que Adolfo Suárez, muchos políticos tuvieron que hacer frente a grandes crisis a lo largo de nuestra historia y acabaron rindiéndose. Como Amadeo de Saboya, que emitió este diagnóstico: «Siamo una gabbia di pazzi» (somos una jaula de locos) y ahuecó el ala. Más contundente fue el primer presidente de la Primera República Estanislao Figueras que, harto de discutir en el Consejo de Ministros sin llegar a ningún acuerdo para superar la inestabilidad del país —que en menos de cinco meses había tenido varias crisis de gobierno y numerosos intentos de golpe de Estado— agotó su paciencia y troqueló una frase para la Historia: «Señores, voy a serles franco: estoy hasta los cojones de todos nosotros». Y abandonó la sala camino de la frontera francesa.

Víctor Lapuente ha publicado un libro titulado El retorno de los chamanes que, seguro que inadvertidamente, va tras los pasos de Sánchez-Albornoz y Fukuyama. Viene a decir que somos conversación y que el coloquio cotidiano determina el destino histórico de un país. Si nuestra conversación consiste en grandes discusiones abstractas sobre la necesidad de cambiar el mundo, mal asunto. Ese es oficio de chamanes. Si, por el contrario, nuestra conversación va de cómo arreglar los problemas, lo que él llama la perspectiva exploradora, entonces vamos bien. Los exploradores viven en el mundo de las pequeñas soluciones prácticas; los chamanes, en el de las grandes abstracciones. Esas que le hincharon lo que rima a Figueras.

Lo que vengo a decir es que hay que cambiar de conversación. A menos que queramos salvar esa originalidad nuestra que, como decía Umbral de Azorín, nos lleva a la violencia impasible de encontrar un antagonista donde los suecos buscan un otorrino.