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Publicado por
MANUEL GARRIDO ESCRITOR
León

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E n la primavera de 1932 Modesto Medina Bravo estuvo en La Baña. No era la primera vez, ya antes había visitado este y otros pueblos cabreireses en su calidad de inspector de escuelas rurales y el fruto de sus viajes cuajó en un capítulo de su libro Tierra leonesa, publicado en 1927. En esta ocasión acompañaba a los diputados (Justino Azcárate, pariente de Leopoldo Panero, entre ellos) comisionados por el Congreso para elaborar un informe sobre Cabrera. Venía también un joven periodista de 28 años, Luis González Linares. El informe apareció en la Gaceta de Madrid el 3 de julio. A finales de ese mes los que estuvieron en La Baña fueron los componentes de un equipo de Misiones Pedagógicas. No consta de Medina Bravo, pero González Linares repitió y en agosto y septiembre publicó en la revista madrileña Estampa un par de reportajes tremebundos, que originaron por cierto una suerte de leyenda negra local, porque es imposible sustraerse al impacto turbador de afirmaciones de este calibre: La Baña, el pueblo que se muere de hambre; bestias y gentes hacen vida común; no se lavan jamás; hombres y mujeres despiden un olor agrio, «que solo he advertido en las jaulas de fieras de los circos ambulantes»; el muerto se queda feliz, porque ya no tiene hambre ni frío. Pero detengamos aquí la demencial retahíla, que iba servida con fotografías consonantes.

También Medina Bravo sacó fotos para el patronato de Misiones Pedagógicas. Hay una de un niño de unos diez años posando junto a una rueda del carro local, llamado chillón (idéntico al de la pintura de Nicolás Francés en la catedral de León) con sus piezas bien marcadas: el macho o mioulo (meollo) rectangular en el centro, encajado entre las dos segundeiras, aprisionadas estas a su vez por la simetría de las dos cambas semicirculares (no en vano del celta cambos, curvo). El niño en escorzo toca la rueda con sus manos al tiempo que gira la cabeza a la izquierda mirando al objetivo. Viste un pantalón de pana que le queda por media pierna y calza zuecos, todo normal. Sorprende sin embargo la gran gorra negra en su cabeza y más aún la chaqueta, tipo sahariana, con una banda que le entalla la cintura. Ninguna de las dos era ni mucho menos habitual en el atuendo de los niños cabreireses y eso indica que fue «disfrazado» así para una pose a gusto del fotógrafo. De todas formas el niño está muy guapo y se da un aire al «chico» de Charlot. Ignoramos su nombre.

Treinta y tres años después, en 1965 tuvo lugar en Cabrera un acontecimiento en verdad extraordinario. El 5 de septiembre el obispo don Marcelo inauguró la colocación de una estatua colosal del Corazón de Jesús en lo alto del promontorio rocoso que se alza entre Truchas y Valdavido, asentada sobre la pequeña torre del castillo de Peña Ramiro, para disparar todavía más alta su estatura de siete metros de hormigón. Soplaba con fuerza el viento y con él hubo de luchar una niña de Truchas. No hay foto, pero a cambio sabemos su nombre: Celsa Barrios. Ante centenares de personas llegadas incluso de fuera de Cabrera y un nutrido grupo de autoridades de toda clase y ámbito, la niña declamó un cumplido romance de salutación al obispo asturicense, rematado con el garbo de este desplante en la cara, que imaginamos sonriente y complacida, de la superior autoridad: «Si vienes porque nos quieres,/ aquí tienes quien te quiera./ Si te saluda una niña,/ besa tu anillo Cabrera».

En 1932 la misión pedagógica traía a Cabrera, dicho por González Linares, «una esperanza de redención». En 1965 el monumento simbolizaba, y ahora la expresión fue del obispo, «una promesa de redención». La realidad, sin embargo, no obedeció a las declaraciones. Un personaje de película, que ahora diré, se lo hubiera aclarado: la redención no basta con declararla para ser y menos ipso facto.

En 1982, cincuenta años después de la misión y diecisiete del monumento, se estrenó la película de Jaime Chávarri Luis y Virginia, primera rodada en escenarios cabreireses: Manzaneda, alto de Peña Aguda y Río Cabo, Marrubio, y con lugareños como actores y figurantes (niños de la escuela, mujeres, Nicolás el de la tienda). Virginia, una joven maestra, llega al pueblo en compañía de su marido Luis, que no oculta su disgusto frente a la ilusión de ella, nueva misionera, por la «redención» de unas gentes remotas. Y no pronuncia la palabra, pero algo así sugiere la proclama del cartel en la pared que varias veces queda en el enfoque de la cámara tras la pareja: «Hagamos crecer el socialismo». Luis en cierto momento, frente a la cháchara del cura y el maestro y en presencia de Virginia, afirma desafiante: «Me fastidian los intelectuales», sabedor de que la famosa redención no es simple cuestión de palabras, por muy declarantes que ellas sean, ni de compromisos volátiles en la corriente. La evolución de la pareja sigue una dirección inversa, y así, el desenlace incluye la marcha de una Virginia que confiesa, desencantada: «Nada es como yo creía». Fruto, por el contrario, de una maduración silenciosa y del impacto de ciertos acontecimientos trágicos, Luis se queda en el pueblo. Fin.

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