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FUEGO AMIGO. ERNESTO ESCAPA
León

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Val de San Lorenzo es un pueblo singular e incluso inusual dentro de la Maragatería. Hasta mediados del diecinueve, cuando el ferrocarril jubiló al transporte arriero, sus vecinos compartían los trajines del camino con el trabajo casero de la lana y una agricultura de subsistencia. De estas últimas labores se ocupaban las mujeres. De repente la arriería se vio relegada y los hombres quedaron varados en casa. En el vecino Val de San Román enseguida se aplicaron a la fabricación de carbón vegetal, que luego iban a vender como cisco de brasero al clero y pudientes de Astorga. Los más audaces incluso hacían el camino hasta Madrid, aunque la recaudación de los tizones no pagaba el viaje.

En Val de San Lorenzo, la evasión no resultaba tan fácil. Ni siquiera había monte donde carbonear. Así que quienes no consiguieron con la mudanza un empleo de pescaderos en Madrid, tuvieron que acomodarse a arrimar el hombro en lo que había. Los pueblos bajos del Turienzo, que es un río que viene de los Montes de León a nutrir al Tuerto en Nistal, contaban con una tradición doméstica en la elaboración de paños de lino y lana. Ese afán se daba en el Val pero también en los pequeños núcleos de la Sequeda, «mínima comarca de centenos pobres entre nubes altas», como la cantó un siglo más tarde el poeta Leopoldo Panero.

Sin embargo, perdida la ventaja de su transporte arriero, aquella burda pañería de mantas berrendas para el pastoreo y la intemperie agrícola no daba más de sí. Conocían la demanda del mercado, pero carecían de maquinaria para fabricar cobertores y mantas que resultaran atractivas a la incipiente burguesía. El emprendedor José Cordero Geijo, que da nombre a la antigua calle Real, acompañado por Alejandro Martínez, Santiago Bajo y su propio hijo viajaron en 1858 a Palencia, donde empleados en la fábrica de cobertores de Damián Cuadrado, en el barrio de la Puebla, tomaron nota durante tres meses y se apropiaron de los secretos del proceso.

Prendió el ejemplo de los audaces y enseguida los talleres fueron sustituyendo los telares de paños por otros más grandes, que servían para hacer mantas y cobertores. Cuarenta años más tarde, la Exposición Internacional de París galardonó con una medalla las mantas del Val. Viniendo desde Astorga, no puede decirse que el Turienzo trace «una fina frontera de juncos y ramas», como captó el poeta por Piedralba. El parque del Gatiñal, con el batán que ahora es museo y sus cuérnagos motrices, ofrece el guiño de una biblioteca creada en 1930 a quienes acuden al Val atraídos por el reclamo de la artesanía. La visita a la maquinaria de la Comunal, donde un artilugio rocía con aceite la lana recién lavada para que no quiebre la hiladura, completa el aperitivo del batán.

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