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NUBES Y CLAROS. MARÍA J. MUÑIZ
León

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Mis cercanos creen que soy bipolar en cuestiones de nariz. No les falta razón. Sé, como Marilyn, que lo que mejor con lo que una puede envolverse para dormir es un olor. Para ella, Chanel N5. Para mí, desde una sábana limpia y recién planchada a la estela del gel de la ducha nocturna.

Lo huelo todo. Las comidas (y las personas) me entran por la nariz. Es mi detector infalible de filias y fobias. Atávico instinto de supervivencia o manía, no lo sé. Pero lo huelo. Y no me engaña.

Lo de la bipolaridad viene porque cuando en las escapadas rurales nos envuelve un invasor olor a vaca quienes me rodean hacen ¡aggg! Y yo cierro los ojos, aspiro y hago ¡ummm!

El olor a vaca es mi magdalena de Proust. Cierro los ojos y se me eriza la piel con aquel calor de la cuadra de mis tíos, los veranos en cuyos atardeceres trotaba con el rebaño de ovejas (cuyo olor no me dice nada fuera del lechazo asado, que ese sí me embriaga) para acabar revolviendo los interminables misterios de la cuadra de las vacas, cuando la hierba seca caía desde el pajar a los pesebres (también con su inconfundible aroma), y se asentaban tajuelas para ordeñar mientras aquellos animalotes de imparable rabo espantador, con nombre e historia propios, rumiaban con incansable y caliente aliento.

Aquel pequeño ecosistema de animales, sonidos y sobre todo olores tenía el ritmo de las madreñas y la canción de un verano tras otro: «No andes por detrás de las vacas, que te van a dar una coz». Y la aventura diaria de llevar el hoy desaparecido hervidor para cocer la leche entre la casa de los tíos y la cocina donde la cena hacía chup chup. No era fácil equilibrar el recipiente por la calleja de atrás y alumbrar siempre adelante con la linterna, para atravesar el espacio entre la casa de Antonia y la nuestra de tres zancadas miedosas porque al fondo estaba el monte oscuro y los ruidos y sospechas que atesoraba.

Ni llegar a la cocina donde el fino olfato de mamá (ese que tantos disgustos me dio cuando poco tiempo después trataba de convencerla de que el olor a tabaco que traía a casa se me pegaba en la calle, y no en los bares del Húmedo a los que tenía prohibida la entrada entonces) se resolvía un día sí y otro también con aquel: «¡Pero hija, qué manía de entrar en la cuadra!».

Ya ves. Lo que para unos huele a mierda para otra encierra la esencia de la perdida infancia. Feliz, segura e impagablemente asilvestrada. ¡Ummm!

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