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MARINERO DE RÍO. EMILIO GANCEDO
León

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El objeto que mejor define hoy al occidental medio, que condensa toda nuestra sumisión, todas nuestras ofuscaciones y todas nuestras neurosis, no es el móvil ni su séquito de ingenios emparentados: se trata de algo mucho más sencillo y humilde, y su oficio, tan prosaico como indispensable para la puesta en marcha de aquéllos. Sin él, toda la inquietante y ubicua corte de iphones, tablets y pantallejas no pasaría de ser un montón de chatarra silenciosa, carne de punto limpio, tristes microchips inútiles. Hablemos (¿y por qué no, si estamos a 15 de agosto?), del cargador.

Ese bichejo cuadradete y rabilargo trae de cabeza a media humanidad, y su pérdida, olvido, deterioro, fallecimiento o dejación de funciones ocasiona disgustos supinos, sonoras imprecaciones, graves discusiones y hasta rupturas de pareja. Yo he visto hombres hechos y derechos llorar como niños al observar que el iconito de la batería parpadeaba, mostraba una fúnebre equis y, tras una vibración antecesora de la parálisis, especie de último estertor, el móvil se les apagaba justo en el momento de esperar una importantísima llamada (quiero pensar).

Jóvenes inmóviles en mitad de la calle lo mismo que si los hubiese alcanzado un rayo, aturdidos y perplejos ante la imposibilidad de mandar por whatsapp el dibujillo de una mierda con ojos; señoras respetables que alzan un puño al cielo como poniéndolo por testigo de que jamás volverán a olvidarse de cargar el teléfono por la noche (¿cómo quedo ahora con Maripuchi y Fifí, eh?, se preguntan, terrible cuestión) o críos que braman en querencia inútil del último vídeo de un gato que se cae a un pozo son escenas cotidianas, testigos de los remates de nuestra absurdez y de la extrema importancia del cargador, ese vórtice, ese cetro, ese tentáculo que nos une a la telaraña impracticable del mundo.

Necesitamos nexos y enchufes. Somos yonquis de la red y de una interconexión no buscada por sus beneficios objetivos sino por sí misma, el nuevo y legal psicotrópico de nuestro tiempo. Ya se han dado casos de gente que se olvida de comer o dormir, enredada hasta las cejas, y cuando las familias preparan los equipajes de sus vacaciones, antes que el bañador o el sintrom de la agüela, triunfa la pregunta: «¿Habéis metido el cargador?»

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