El burkini parti
E n las afueras de Marsella, a dos horas de Niza, las autoridades municipales acaban de prohibir un evento organizado por una asociación musulmana que pretendía alquilar un parque acuático para celebrar un ‘burkini party’. Estaba previsto que cerca de un millar de mujeres solas o con hijos menores de diez años pasasen el día en las piscinas del ‘Speedwater’ chapoteando en el agua sin mostrar ni un centímetro de piel. El burkini es una combinación en textil especial que cubre el cuerpo y la cabeza y que, incluso mojado, no revela ninguna de las curvas del perfil de una persona.
En el país vecino los últimos atentados ciegos y mortíferos del islamismo yihadista no reunían el mejor clima para una exhibición de prácticas que como poco cuestionan la libertad de la mujer amparada en las leyes de la República. Pero la prohibición de una actividad realizada en una instalación privada ha desencadenado inmediatamente un debate sobre los límites a las prácticas religiosas y culturales que pueden chocar con los principios democráticos en una sociedad libre.
Hace un par de años siendo Javier Maroto alcalde de Vitoria, mujeres musulmanas empezaron a utilizar las piscinas municipales para bañarse con velo y ropa. El edil recordó entonces las normas que impiden utilizar esas instalaciones acuáticas con ropa de calle y ordenó a los socorristas impedir semejante práctica. Pero en todo caso su decisión se apoyó en razones higiénicas no en el deseo de hacer frente al mensaje sexista y opresor que proyectan de la mujer. Naturalmente asociaciones como SOS racismo y algún grupo de la oposición le acusaron de xenófobo.
En el caso de Marsella se han impuesto los contrarios al evento utilizando argumentos basados en la posibilidad de «desórdenes públicos» para no cuestionar los derechos individuales que garantizan la libertad religiosa o permiten, por ejemplo, actividades de grupos nudistas en ámbitos privados. Es una manera de esquivar el problema de fondo que después de Bataclán, Niza, Saint Etienne ha rebrotado con fuerza en la sociedad francesa. ¿Se pueden permitir modos de vida y prácticas oscurantistas, sexistas y racistas amparados en una ley superior a las leyes de la República, una especie de Sharía en su versión más rigorista? Hasta ahora las autoridades miraban para otro lado siempre que esa vida paralela no desbordase el ámbito del gueto, de la banlieu o de la mezquita. Pero ya se lazan voces contra lo que se llama la ‘Yihad cultural’. Frente a frente, los partidarios de la sociedad ‘inclusiva’ y los contrarios al comunitarismo de facto que existe en buena parte del territorio. Frente a frente, los que alertan de comunidades enteras al margen de las leyes y los que defienden a capa y espada el derecho de los islamistas a sus prácticas y vestuario. Al fondo, el reto de preservar la convivencia con el islamismo en un país sacudido por el terror yihadista.