Diario de León
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río arriba miguel paz cabanas
León

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L eo que en Ibiza hay playas donde los turistas van a contemplar atardeceres donde no cabe ni un alfiler. Cientos de cuerpos rebozados en arena tocando el tambor, comiendo ensaimadas y haciéndose selfies mientras las cabezotas de los más altos apenas les dejan percibir un fragmento de sol. Hace ahora veinticinco años fui a Cádiz cuando nadie pasaba los veranos allí y disfruté de la soledad en litorales y pueblos que ahora parecen mercados de chivos. Desde que algún famoso las dio a conocer, sus mejores playas se han convertido en tostaderos de carne. Me imagino que los pocos afortunados que se pueden marchar de allí en julio y agosto, dejarán sus casas con la idea de haber sufrido una invasión.

Siempre me ha repugnado la tendencia humana a congregarse por millares en espacios más o menos reducidos, pero admitiendo que el raro soy yo y que mi misantropía no es un síntoma de salud mental, lo puedo encontrar comprensible. No sé, puede que haya algo atávico en ello, que a la gente le pirre el contacto visual con sus semejantes aunque tenga que guardar colas para comer, le peguen continuos sablazos o le hundan los codos mientras asiste a una representación callejera. Lo que ya resulta insufrible es que apenas vayan quedando lugares vírgenes o inexpugnables y que hasta en el confín más remoto de la tierra te puedas encontrar a un chino o a un español metiendo ruido (para que todo el mundo se entere de que ha pisado la luna uno de Orense o de Sevilla). La situación es tan aberrante que existe una competencia feroz por hablar de ese lugar espléndido que no conoce nadie todavía y, lo que es peor, por divulgar su existencia urbi et orbi en suplementos de periódicos y revistas. Desde ese pintoresco pub dublinés que solo visitaban los del barrio a las cúpulas doradas del último desierto de Uzbekistán, no hay sitio que algún imbécil pretencioso no saque a la luz para saciar el apetito turístico de sus contemporáneos.

Ha llegado el momento de armarse de valor y, por falso que sea, confesar que uno no se va de vacaciones a ningún destino memorable. Reprimir el acceso de vanidad y, encogiéndose de hombros, declarar con simpleza que uno se queda aquí o que, como mucho, se irá a ver las gallinas al pueblo. Si usted conoce una playa, una ermita o una ruta incomparable que no ha visto ni el tato, resérveselo. Si sabe que en tal o cual tasca ponen unas sardinas asadas por cuatro euros, ni se le ocurra mentarlo. Limítese a poner cara de idiota mientras los demás le hablan de las últimas maravillas que han descubierto (lo cual, desde el momento en que lo estén contando, dejará de ser verdad) y no desfallezca. Se lo agradecerán su sentido de la estética y también su bolsillo.

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