Donde queman el monte
Este verano he estado en un país donde no queman el monte. Es verdad que llueve mucho en Irlanda, que la hierba está húmeda por las mañanas y el sol no castiga tanto. Allí no hay sequías ni estiajes tan grandes, el agua es más abundante y las condiciones para que crezca la vegetación son más favorables. Pero le tienen más respeto a la tierra, más apego a los bosques. El verde es el color nacional y al país se le conoce con el sobrenombre de la Isla Esmeralda.
Irlanda es además un país de escritores y poetas y los rostros de sus cuatro premios Nobel, y de otros grandes de la literatura que no lo fueron pero mercieron serlo como Joyce o Wilde, aparecen en todas partes. Hay una fiscalidad especial para los autores que residan en la isla y ayudas para abrir librerías en poblaciones pequeñas. Irlanda lee. Y cuida a sus creadores.
A mi regreso a España descubro que Galicia está ardiendo. Que Levante se quema de nuevo. Y de noche, el rojo intenso de un incendio me acompaña mientras conduzco por el Bierzo. En España está en vigor una ley que permite edificiar en zonas quemadas y resta atribuciones a los agentes forestales. Y nunca se habla lo suficiente de las causas de los incendios, como si todos los provocaran una legión de enfermos mentales —los pirómanos— y no hubiera intereses bastardos que merecen una investigación; desde la llamada economía del fuego, ese entramado de empresas que han crecido al calor de los servicios de extinción privatizados, a los cotos de caza, los ganaderos que renuevan los pastos, o los que creen que una buena hoguera es la mejor forma de mantener el monte libre de maleza. Y luego está la especulación inmobiliaria. Un mundo muy sucio.
Aquí, en España, a los escritores se les obliga a decidir entre su pensión o sus ingresos como autor. Este es el país del ‘muera la inteligencia’, donde el cuarto centenario de Cervantes pasa inadvertido. Y hasta el Ejército utiliza un elogio de Cela a Millán Astray para felicitar el pundonor de un deportista. «La guerra no es triste porque levanta las almas», decía nuestro último Nobel en sus comienzos como escritor para congraciarse con el azote de Unamuno. Nada que ver con Joyce. Pero igual me bloquean en twitter por recordarlo.