Diario de León
Publicado por
PANORAMA Diego Carcedo
León

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H ace un lustro coincidimos de vacaciones en un hotel de Puket (Tailandia) con un jeque árabe que descansaba rodeado de cuatro mujeres, de diferentes edades aunque todas ellas bastante jóvenes, y varios niños. El grupo familiar resultaba pintoresco en medio de una comunidad de veraneantes en su mayor parte europeos y la recatada indumentaria de las mujeres de pies a cabeza contrastaba con el desenfado y atuendo de las occidentales con sus exuberancias rebasando los bordes de los bikinis.

Aquellas musulmanas vestían de negro, desde los tobillos a la cabeza con la cara y el pelo tapados con un hiyad que apenas les dejaba al aire los ojos. Salían en grupo a media mañana del área de bungalows que ocupaban, caminaban hasta el ámbito de la piscina, donde enseguida se convertían en clientes favoritas de los vendedores ambulantes, se sentaban en círculo y hablaban entre sí de manera animada y, a juzgar por las comedidas risas que compartían, divertida. La sorpresa de quienes las contemplaban con curiosidad y respeto surgió cuando de repente, como respondiendo a un toque de corneta, las cuatro se levantaron, caminaron hasta el borde de la piscina y con gestos de miedo a que estuviese fría, se fueron metiendo en el agua por su nivel más bajo para situarse en corro, seguramente sin saber nadar o atreverse a intentarlo.

Sus ropajes negros contrastaban con el agua azul recién clorada y ofrecían sombras fantasmales en la superficie. Los otros bañistas las contemplaban con asombro mientras buscaban la escalera más próxima para salir a la superficie, alguno haciendo muestras de rechazo. En pocos minutos las bañistas musulmanas se quedaron solas. No se puede decir que sus vestidos fuesen andrajosos ni reflejasen suciedad. Pero en la pulcritud que debe preservar una piscina pública, su presencia con la ropa de calle puesta resultaba elocuentemente antihigiénica. Aquella escena me ha devuelto a la memoria la actual polémica despertada por la presencia de mujeres ataviadas con burkini —la versión de bañador que algunos diseñadores han confeccionado para las musulmanas— en playas y piscinas. En algunos lugares, como Cannes, los han prohibido expresamente.

Y no tanto por razones higiénicas, porque los burkini son opresivas piezas de arriba abajo que no se usan fuera del agua, sino por las connotaciones religiosas que en un país laico como Francia representan. Ahí surge la polémica: el burkini, como el hiyad, como el niqad o el burka son algo más que unas prendas del gusto de unas personas: se contemplan como una exhibición religiosa, una ocultación de la identidad y un desafío a otras culturas y otras costumbres que en sus países de origen para los occidentales son rechazadas.

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