El calor y las cerillas
No es el calor, son los mecheros. No es el hábito, es la cabeza. Y así, durante años, hasta armar un círculo costumbrista cada verano en torno al monte y a la lumbre. Ya hay voces respetables que abogan por no incitar, por quitar peso a la publicidad que envuelve la información televisiva sobre los incendios, espectáculo necesario, por otra parte, para dar contenido a espacios de emisión que de otra forma quedarían a expensas de playas repletas de bañistas, de perros abandonados por las carreteras, de consejos generosos para aliviarse de la calorina y el arreón del termómetro en la siesta. Qué largo se hace el día en algunas redacciones sin ese grito de acento portugués que llevarse a la boca. Días atrás, en un informativo de una de las tres cadenas con más audiencia en España se clavaron siete minutos de reloj sobre un fuego forestal que se fue de las manos en las islas, con entradas en directo y todo, con reporteros a pie de trinchera. Al parecer, un eremita se dedicó a quemar papel higiénico detrás de unos matorrales y el gesto del rito fisiológico terminó en aquelarre al dios Vulcano. El siguiente parte de incidencias sobre los incendios locales señalaba hasta media docena de puntos calientes en la provincia leonesa, cada uno con un incendiario detrás; cada cual, obra de una mano que chiscó una cerilla y la aproximó a esa manta de yesca que tapa a León desde el día de Santiago en adelante, a base de hierba seca, urces y matorral que no ve una gota de lluvia desde mayo. Hay mentes agazapadas tras la neurosis que esperan pacientes durante nueve meses a que se les presente una ocasión inigualable para que paste la psicopatía que les horada el cerebro; sentados en la sobremesa, arrumbados en la barra del bar, atienden al acto reflejo que les produce ver una hilera de llamas en primetime, rebuscan en el bolsillo la chispa y antes de la media tarde tienen en marcha otra obra maestra de su locura. Dicen que en su voracidad, azuzados por voces de más allá de Orión, algunos regresan al lugar del delito a media noche, a ver cómo se refleja en el cielo la obra de su demencia. No hay otra cosa de aquí a que el frío congele los anhelos de inmortalidad que manifiestan con vehemencia esos lobos solitarios, los que calman su sed con rescoldos de la tierra abrasada. Un ejército de psiquiatras es poco para acabar con esta legión de chiflados.