Vimos otro mundo
E ste verano volvimos a Cádiz, provincia de horizontes inmensos y puestas de sol sobrecogedoras. También de furiosos vientos de Levante, cuando parece que Dios se hubiera dedicado a abrir todas las ventanas del mundo para airearlo, y de gentes llegadas, como hojas perdidas o pájaros huérfanos, desde los lugares más insospechados. En un chiringuito de sardinas y cazón en adobo, por ejemplo, hablaba un hippie cincuentón y calvo: el acento le delataba como italiano, aunque se le habían ido adhiriendo, como sucesivas capas de barniz, giros y tonalidades de todas las costas en las que había vivido. Surfero y artesano de pulseras multicolores, y dueño de un bronceado herrumbroso que le hacía parecer un noray del puerto, hablaba a gritos de los pescadores de perlas japoneses, de los arrecifes de Brasil, de los murallones de agua de Hawaii y de los impasibles yoguis indios, y se enorgullecía de haber conocido gentes y paisajes en los cinco continentes. «Yo he visto todo el mundo», decía con su voz de viejo motor fueraborda.
El marinero fluvial quedó pensativo tras escucharlo. Y a su mente volaron otras gentes y otros paisajes, los de su pequeño país de regatos y camperas. Aquellos rostros ajados, pura cartografía de la humildad, la sabiduría y la virtud; aquellas manos nudosas y hábiles como sebes trenzadas; aquellas vestimentas, siempre tan oscuras como pulcrísimas; aquel mirar claro que era como asomarse al pozo de la historia; aquel saber estar en el mundo —qué cosa difícil es, y qué rara vez se encuentra hoy—, ocupando un espacio concreto con dignidad y sin ansia, con decencia y sin estridencia. Aquellos trillos, aquellos hachos, aquellas azadas, aquel matar el pollo que parecía casi una sinfonía de movimientos sutiles —agonía la justa, todo medido—, aquellas vacas, aquellos jatos, aquellos chozos, aquellos mastines. Aquellos refranes, aquellos romances. Aquel caer las manos sobre el delantal, aquel ajustarse la boina.
Poco después desperté en mitad de un griterío de niños gordos, perreo musical y cartelones con anuncios.
No podemos decir lo de aquel surfista oreado, no hemos visto todo el mundo pero bien podemos decir, como pocos, que aun siendo en sus últimos coletazos, nosotros vimos otro mundo.