Diario de León
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cuerpo a tierra. antonio manilla
León

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Una presencia subrayó su ausencia. Bajaba en coche por la ribera del Torío y en San Feliz fue la aparición, dispuesta sobre el paisaje con la naturalidad que tienen las cosas inocentes o sin culpa. Allí estaba, recortada contra el azul, con su evocación simbólica de espiritualidad cristiana, altiva y desafiante, la grúa. Una de esas plumas que inundaron la línea del horizonte de nuestras ciudades y pueblos durante el boom de la construcción hasta el punto de que nos acostumbramos a no verlas, de tan comunes, igual que un semáforo o una papelera. Y que ahora, cuando son tréboles de cuatro hojas, llaman la atención como una especie en peligro de extinción, como un relámpago en la noche, como una declaración inteligente del grupo municipal de Ciudadanos.

Mientras hubo bonanza económica, durante aquellos años, el criterio edificador casi siempre fue el mismo: «Ponga mármol, que hay dinero». Las obedientes y humildes grúas, sin rechistar, pujaron los materiales de mayor peso y dieron un servicio, haciendo mucho por los riñones de la humanidad, aunque no tanto por cierta compostura estética del panorama. De alguna manera, esas primas lejanas de los esclavos de las pirámides egipcias y de los braceros de las catedrales góticas, contaminaron visualmente con su alma mecánica el apacible trasfondo de los cielos. Ahora, que casi las echamos de menos, como símbolos que eran de prosperidad, en los que se posaba al atardecer algún pájaro a descansar, cuesta situarlas en la misma balanza que al ruido estruendoso o a las aguas fecales, aunque lo fueran. Las pocas que en la actualidad se atreven a erguirse siguiendo su impulso vertical y obrero más que nada nos recuerdan que la crisis sigue entre nosotros.

El poeta Antonio Praena tiene un libro titulado Yo he querido ser grúa muchas veces. Verso y grúa son palabras que producen el mismo efecto que el encuentro de una máquina de coser y un paraguas sobre una mesa de operaciones, que enunció Lautréamont y persiguieron los surrealistas. Ni los futuristas, tan devotos del progreso, ni Neruda, que hizo odas a casi cualquier cosa, se ocuparon, que yo recuerde, nunca de las sencillas poleas mecánicas, en un tiempo no tan lejano útiles como ruedas y abundantes como estorninos, hoy ya poco más que materia de nostalgia de nuestro propio bienestar como sociedad.

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