Cerrar
Publicado por
Francisco Martínez Hoyos Doctor en Historia
León

Creado:

Actualizado:

S e puede pontificar sobre el carácter naturalmente imperialista y autoritario de los españoles, pero la preponderancia internacional de los Habsburgo encontró voces críticas en la península, descontentas con las cargas de la hegemonía mundial. Benito Arias Montano criticó la guerra de Flandes, Pedro de Rivadeneyra hizo lo propio con la incorporación de Portugal. Los conflictos defensivos tenían, por definición, mejor prensa que los ofensivos.

A los castellanos, el Imperio no les acabó de parecer del todo rentable: sus recursos económicos podían gastarse en cualquier territorio y todo el mundo podía obtener cargos en su Corona. Ellos, en cambio, se veían tratados como extranjeros fuera de sus fronteras. Por eso, en una de las deliberaciones del Consejo de Castilla, de 1639, se planteaba una situación que parecía poco equitativa: «Ninguno de los Castellanos en otros Reynos goça de premio ni de comodidad alguna, porque las que ay en cada uno son de sus mismos naturales y sólo los de Castilla son perjudicados en esto».

La realidad es a veces paradójica. El corazón de una superpotencia mundial se quejaba de maltrato fiscal porque, en la práctica, las políticas de hegemonía comportaban más molestias que beneficios. Francisco de Quevedo expresó esta sensación de agravio comparativo con unos versos memorables: «En Navarra y Aragón no hay quien tribute un real. Cataluña y Portugal son de la misma opinión. Sólo Castilla y León y el noble Reino Andaluz llevan a cuestas la cruz».

Por eso, se hicieron oír protestas acerca del desvío de fondos castellanos para atender obligaciones militares más allá de sus fronteras. ¿Qué había que defender Navarra, Vizcaya, Aragón o Valencia? A estos reinos correspondía ser los primeros en correr con los gastos. ¿Qué había que sostener la religión en Flandes? Un procurador por Madrid, a finales del siglo XVI, encontró la solución apropiada: si los herejes querían ir al infierno, el problema era suyo.

Aunque se diga que la España de la época no dejaba de ser una agrupación de reinos meramente dinástica, lo cierto es que podemos encontrar sin problemas autores que se felicitan por la unión. Cervantes, en su Cerco de Numancia, hace que un personaje alegórico, el río Duero, profetice a España que sus reinos, «hasta entonces divididos», pasaran a formar parte de una misma Corona. Así, se recompondrá una unidad perdida que habrá de incluir Portugal, el girón «que un tiempo se cortó de los vestidos de la ilustre Castilla». De esta manera, según el autor del Quijote, el territorio lusitano vendrá a recuperar su «antiguo ser», con lo que da a entender que su periodo como entidad independiente no pasa de ser un paréntesis lamentable.

De hecho, aunque los reyes se titulen monarcas de Castilla, de Aragón, etc, el término «España» se utiliza en la época con regularidad. Por eso, durante el bautizo de Felipe II, los heraldos reales anunciaron al «príncipe de Spaña». En sus memorias, Alonso Enríquez de Guzmán, un hidalgo que combatió en medio mundo, se refiere a Carlos V como el «César que hoy reina en España». En otra ocasión, cuando se halla en las Indias, afirma haber encontrado naranjas «mejores que las de España»

El patriotismo español se expresa, por ejemplo, en la defensa del país que acometen diversos escritores frente a las críticas de los extranjeros.

Ya en pleno barroco, Francisco de Quevedo señala que el español es, por naturaleza, fiel a su rey y obediente a los preceptos religiosos. España, tal como él la concibe, se compone de tres coronas: «Castilla, Aragón y Portugal».

Quevedo no estaba solo, evidentemente. En la poesía de Lope de Vega encontramos una defensa cerrada de una identidad específica, a partir de un profundo orgullo nacionalista derivado de la hegemonía Europa: «El español no envidia, y de mil modos es envidiado el español por todos». Cervantes, a su vez, ensalzó el valor de «los hijos de la fuerte España».

¿Cómo se sentían los peninsulares de la época? ¿Predominó el patriotismo local hasta el punto de obstaculizar la lealtad al estado común? Se ha dicho que el término «natural de España» no aparece hasta el siglo XVIII, pero es posible encontrarlo mucho antes. Cervantes lo utiliza en Los trabajos de Persiles y Segismunda. Y Lope de Aguirre se define en estos términos al escribir su celebérrima carta a Felipe II.

La política internacional de la época de los Austrias se acostumbra a interpretar en términos dinásticos. El monarca miraba por los mantener el patrimonio heredado de sus antepasados, nada más ¿Por qué, sino, se mantuvo Flandes hasta 1700? El problema de esta hipótesis es que pasa por alto factores geoestratégicos de primera importancia. El control de los territorios flamencos no obedecía al mero capricho del rey sino a la necesidad de poseer un baluarte que frenara el expansionismo galo. Y otro tanto se puede decir sobre Italia.

Ya en el siglo XVI, el italiano Giovanni Botero advertía el vínculo entre las campañas bélicas en el exterior y la estabilidad interna. Francia estaba en paz con sus vecinos, pero la desgarraban los conflictos civiles. España, en cambio, luchaba con todo el mundo pero disfrutaba, dentro de sus fronteras, de una paz prolongada. Más tarde, Felipe IV admitirá que la guerra, en una monarquía como la suya, compuesta de tantos territorios, se había convertido prácticamente en una estado natural. Cuando no se defendía una zona determinada, había que «entretener a los enemigos».

Otro tópico apunta al centralismo castellano. Se insiste tanto en este tema que se pasa por alto el respeto de la Corona hacia la personalidad propia de sus distintos territorios. La misma monarquía no intentó caminar hacia un grado mayor de uniformidad entre sus distintos territorios. El consejo del conde-duque de Olivares a Felipe IV, insistiendo en que se hiciera rey de España y no solamente de Castilla, de León, etc, hay que interpretarlo simplemente como una excepción. Más tarde, tras el final de la guerra de secesión, en 1652, los fueros catalanes permanecieron básicamente intactos.

Se ha de destacar, por otra parte, que los Habsburgo no intentaron una política destinada a imponer el castellano.

Frente al tópico de un reinado patético, la historiografía más renovadora ha puesto de relieve que fue bajo Carlos II cuando se pusieron los cimientos de una recuperación que se afianzaría con los Borbones. La reforma monetaria, al poner fin a las manipulaciones de tiempos pasados, hizo posible la estabilización de la economía. Por otra parte, en contraposición al habitual enfoque castellanocéntrico, se ha distinguido entre el interior y la periferia, donde se vislumbraba una situación más optimista. ¿Acaso no dijo un catalán, Narcís Feliu de la Penya, que Carlos II fue el mejor rey de España?