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EUGENIO GONZÁLEZ NÚÑEZ PROFESOR de la UNIVERSIDAD DE UMKC. MISOURI-KANSAS (USA)
León

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L eyendo la biografía que Jean Canavaggio escribió sobre Cervantes, me topé con algo que me dio luz para los tiempos que vivimos, porque dicho sea de paso, y no sin razón, nada hay nuevo bajo el sol, salvo lo que hemos olvidado. ¡Tan frágil la memoria humana!

Aquellos moriscos, casi trescientos mil, «mano de obra sabia», que un día fueron expulsados de lo que ellos ya consideraban su verdadera patria de nacimiento y de adopción, tras siglos de estancia, sufrieron el desgarro del alma y el desprecio de la sinrazón por parte de gentes que debieran, en nombre de la patria, haberles estado agradecidas.

Los millones de seres humanos de mi título, también separados por siglos, etnias, nacionalidades, pero unidos por la misma tragedia, rechazados por reyes cristianos, con la venia de la Santa Madre —que a veces se ha comportado como mala madrastra—, y ahora por regímenes que se llaman democráticos, abiertos, acogidos a todas las leyes internacionales de asilo habidas y por haber, con una experiencia de millones de ilegales, ‘mano de obra barata y leal’, se sienten amenazados de expulsión, separados por un muro, retenidos en fronteras.

¿Cómo es posible que el coloso del Norte haya podido olvidar tan pronto que sus abuelos —entre los que habría buenos y malos— , vinieran a estas tierras, se apoderaran de ellas, eliminaran a sus legítimos dueños, y tan sólo doscientos años después se crean con el derecho de expulsar a los millones de hombres que trabajan, malviven y son parte básica, pero esencial de la economía y del bienestar nacional?

¿Cómo Europa puede olvidar que es mezcla de cien sangres, que en algún momento todos fuimos forasteros, extranjeros, emigrantes, y pasados los siglos queramos impedir que otros, con el mismo derecho que nosotros, entren a formar con nosotros un solo pueblo?

Quien hable de muros en el siglo en que vivimos, es que no ha leído la historia, es alguien que ignora las corrientes subterráneas de la intrahistoria, alguien que aunque aspire a ejercer el poder de una nación, en el fondo no tiene ni sentido común ni corazón. ¿Quién invoca hoy la muralla China, los Muros de Jericó y Berlín, los ‘no pasarán’ de millones de intransigentes que quieren seguir poniendo trabas al mar, cadenas a la furia o a la simple brisa de los vientos? Espero que nadie se atreva a construir ese muro, el muro de la ignominia y de la vergüenza para toda la humanidad, llenando mares y fronteras de trampas, alambradas y cruces.

Las mareas de la historia, las ansias de libertad, la huida de las guerras de millones de inocentes, los deseos profundos de la búsqueda de tierras nuevas y cielos nuevos, casa, trabajo y felicidad, por unas razones o por otras, han existido siempre, y nadie ha logrado pararlas, salvo incautos dictadores, ciegos avaros de bienestar para unos pocos, dejando sin voz, sin paz y sin pan al resto de millones de hombres como ellos. ¡No más muros, señor Trump, lo que necesitamos son manos tendidas, puentes, horizontes sin barreras como los que tuvieron sus antepasados cruzando el Atlántico!

Sobra codicia, ambición, pastel, manos crispadas, casas vacías, gestos crueles de rechazo, corazones insolidarios; y tal vez nos falta generosidad, sentido de comunión, brazos abiertos, memoria colectiva, sonrisas y abrazos para asistir a la acogida. Debe haber lugar para todos donde hay tanto despilfarro, tanto lujo inmoderado, tanta deuda con los países pobres a los que explotamos y seguimos desposeyendo de recursos, materias primas, fuerza de trabajo.

Tristemente, la España «mayoritaria», la de los feroces cristianos viejos, aprobó aquella triste medida de expulsión de todos los moriscos, atribuida por su majestad Felipe III a «una inspiración divina», algo que el cardenal Richelieu, la ‘eminencia roja’, tildó de «el más osado y más bárbaro consejo de que hace mención la historia de todos los siglos precedentes», porque los moriscos nunca fueron colectivamente responsables de los delitos o crímenes imputados a algunos de ellos, y nada justificaba el destino que los golpeó sin discriminación alguna. Por ello, «además de un error político mayor, la expulsión fue un pecado», una terrible injusticia.

Teresa de Calcuta, la Madre, nunca sospechosa de pertenecer a la iglesia conservadora, amiga de poderosos, puede ser un ejemplo para quienes debemos acoger a las gentes que huyen de las guerras (sobre todo ancianos, mujeres y niños), gentes en busca de un futuro mejor. Gentes que nadie quiere, gentes que se han convertido en una carga para nuestra insolidaria sociedad. La entrega de Madre Teresa ha superado todas las barreras, incluso sus dudas de fe, pero jamás se cuestionó su amor a los más desheredados. La imagen humilde, la sonrisa sincera de Teresa de Calcuta, Fabiola de Bélgica, Sofía de España, Lady Diana de Inglaterra, Francisco del Vaticano, Isabel Sola, española en Haití, se han ganado y se siguen ganando el cariño, el aprecio y el respeto del mundo.

¡Que vayan aprendiendo los poderosos y engreídos con su ceño fruncido, sus billones, su arrogante presencia de ídolos de barro, corazón de piedra, insaciables vientres de reptil, a abrir el corazón y a dejarse compartir! El mundo rico no encontrará la felicidad, la plenitud, cerrándose sobre sí mismo, librándose de cuantos pretenden seguir siendo diferentes, porque como días pasados reconoció la Cumbre del G20 en Pekín, «la migración es un problema global», y como tal, nos salpica, nos involucra y nos afecta a todos.

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