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FUEGO AMIGO ERNESTO ESCAPA
León

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L a plaza del Grano es el rincón con más encanto de la ciudad, el recinto de chinarros donde la lanza de unos chopos protege el abrazo figurado de los ríos. «De sus valles cinturón, / de su riqueza blasón / y espejo de su atavío, fertilizan a León / el Bernesga y el Torío». Son versos de Curros Enríquez, el gran poeta civil gallego, que recrean la imagen escultórica de Cusac. Entre la rotonda del vino, que explaya sus incitaciones de chateo por el Húmedo, y la pasarela peregrina de Puertamoneda, su geografía «se hace piedra de solemne quietud», según el poeta Crémer. En su escenario, abierto entre la mancebía y el convento, confluyen como en el poema de Nora, los artesanos y obreros que bajan del hirviente barrio de los gremios, y los labriegos que traen el oro cereal, su fruto precioso.

En León, una ciudad donde «el aire peligra de belleza», como avisó Gamoneda, los monumentos no son estampas que uno mira y apresa. A todo hay que darle una vuelta. De lo contrario, se pierde lo mejor, siempre distraído en el envés. La catedral pulcra, limpia, exenta, que Unamuno creyó dominar de una mirada, exige un viaje a su interior para contemplar la lluvia de color de sus vidrieras. Y otro tanto ocurre en San Isidoro, elegido primer monumento del románico español. Sólo San Marcos muestra sin sorpresas. Sus secretos son de otra naturaleza e incluyen episodios sombríos de ignominia. Los viejos barrios crecidos al amparo de la cerca medieval, que amplió por el sur el perímetro romano, derraman en torno a la plaza Mayor rincones evocadores y plazas menestrales, que acogen la vida cotidiana de la ciudad. Y su encanto compite en celebridad con los monumentos mayores. De ahí el reparo a que se malogre la magia de la plaza del Grano. No es sólo prevención; también miedo.

La memoria del común todavía guarda la decepción de la plaza de las Palomas, donde se levantó el empedrado hace noventa años y ya no pararon las mudanzas hasta dejarla como una inhóspita explanada. Todavía resuena la burla de una peña del Húmedo: «Todos los de Bellas Artes / deben de chuparse el dedo. ¡Hay que ver cómo han dejado / la plaza de San Marcelo!». Claro que tampoco por el Grano ha pasado el tiempo sin destrozos. Algunos lienzos del recinto fueron suplantados con evidente mal gusto y el mítico Barranco, la calleja más pindia y golfa de León, que en el nomenclátor se llamó Apalpacoños, aparece destrozado. Quedan todavía en pie las arcadas de piedra y los porches judíos de madera del frente septentrional, y al poniente, la iglesia que fue románica del Mercado. Por la otra cara, hacia la cerca, discurren el convento de las monjas Carbajalas y la sombría calle Escurial, que en sus treinta pasos esconde una bella portada renacentista.