Diario de León
Publicado por
LA GAVETA CÉSAR GAVELA
León

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L a primera imagen es de 1960. En la casa de sus abuelos maternos, en Pola de Siero (Asturias). A Moncho le gustaba mucho ver las locomotoras, al otro lado de los balcones. Había una, Diesel, que era nueva, de color celeste, y mi primo la bautizó como «la maravilla». Luego se puso a cantar una canción que estaba de moda. Moncho López-Gavela Noval tenía tres años.

Ahí nació una infancia compartida y tantas décadas que vinieron después. Y aunque vivíamos en ciudades alejadas, nos vimos muchas veces. Hicimos la mili juntos y recorrimos intensamente los años de la transición, discrepando a menudo. Moncho llevaba un libro de Lenin en el bolsillo de su cazadora mediados los años setenta, y yo era de la línea socialdemócrata. Pero eso daba lo mismo porque nos queríamos mucho, y porque fuimos tejiendo una gran complicidad de sueños, raíces, bromas y recuerdos. Él tenía una inteligencia extraordinaria, que brillaba lo mismo en sus análisis sociológicos que en sus deslumbrantes ironías. Tenía, además, una precisión a la hora de exponer sus argumentos como no he visto nunca a nadie.

Era abogado, hijo y sobrino de abogados, nieto y sobrino de secretarios de justicia. Su profesión fue la ley y su aplicación, pero la llevó a cabo bajo la base firme de su humanismo y honradez. Con esos mimbres, unidos a su pasión por la literatura y la naturaleza, tejió su vida, tan inesperada y cruelmente zanjada por un ataque cardíaco el pasado día 17 de septiembre.

Fue también un gran viajero, que recorrió el mundo desde el Yucatán a Bora-Bora, desde el océano Índico a Escandinavia. Y que disfrutó mucho visitando las grandes urbes europeas; esa red de museos, cafés, auditorios, trenes, parques, puentes, librerías, teatros… que definen a nuestro privilegiado continente. Amor que es compatible con la visión universalista del género humano. Por eso Moncho era tan aficionado a la política exterior.

Ahora bien, esas verdades de la cultura, el talento y el gozo han de ser regidas siempre por la bondad. Y Moncho, desde su aristocracia del entendimiento, desde su pasión por la gimnasia y la salud, desde su legítimo orgullo de hombre lleno de cualidades, era, sobre todo, bueno. Y eso lo probaba en su sentido de la amistad y en su ejemplar entrega cuando alguien acudía en su ayuda.

Recuerdo, de tantos días y momentos compartidos, un viaje que hicimos por la Costa da Morte, en el remoto verano de 1978. Éramos dos veinteañeros divertidos y mordaces, fascinados por aquellos roquedales del fin del mundo, por sus puertos y atardeceres. Fue un viaje de risas, debates, carreteras caóticas, viejas tabernas, castillos cubiertos de hiedra, y el Océano siempre cercano. El Atlántico como promesa y emoción. Esa emoción en la que Moncho vivió siempre, de tantas maneras, y que forma parte de mi corazón. La memoria del niño que cantaba a las locomotoras.

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