Viejos
E l servicio de oftalmología del Hospital de León recuerda, a ciertas horas del día, a una feria. Varios pacientes atendidos simultáneamente en espacios minúsculos, una buena parte esperando de pie, una media de cien minutos para salir de allí. De la mano de mi madre, observo a la clientela, que parece salida de una docena de geriátricos. León es una ciudad envejecida, no descubrimos nada nuevo, pero es en estos sitios donde tomas conciencia de la magnitud del problema. La media de edad de los que andan por la planta ronda los ochenta años, o cuando menos muchos parecen estar al borde de rozarlos. Algunos abordan a las enfermeras con cuestiones más o menos peregrinas y éstas, conteniendo la respiración, aferradas a una lista interminable, intentan atender a los enfermos como pueden. Son jóvenes, actúan con pulcritud, pero a veces les cuesta conservar la calma.
Apoyado en la pared, como otros hijos que acompañan a sus padres, me engaño a mí mismo diciéndome que yo no llegaré a ese estado, sin darme cuenta de que, pasados los cincuenta, estás más cerca de la decrepitud que de desaparecer de este mundo como una leyenda, a la manera de Jim Morrison o James Dean. No me transformaré en un cobaya, te dices, no permitiré que estiren mis días con toda esa farmacopea, no pondré mis pies en un lugar donde solo eres un número en un expediente médico. Como reza el poema: «No llegar a eso/ no cruzar el umbral/ donde la muerte acecha como un abismo/ detrás de las puertas que ya no se abren/ donde los días resbalan/ con una economía/ de cosas prestadas».
Mi madre sonríe, a pesar de todo, y la quiero imaginar de joven, porque indudablemente lo es, como todos los que susurran por aquí, no conozco a nadie que, mirando hacia el pasado, no siga creyendo que su forma de ver el mundo, en el fondo, es la misma que cuando dejó su casa, tuvo hijos o se enfrentó por enésima vez al dolor. Así que no me cuesta mucho verla con la maleta a punto de coger un expreso imponente, comprando los primeros libros que leería en mi vida o hablando con otras mujeres en las calles de Bilbao. Su rostro de una pureza suave e infantil, en una foto de bordes serrados que dejaba ver flores en blanco y negro. Su brazo junto al de mi padre, vestidos de domingo en un día húmedo de octubre.
Nos llaman para entrar y me pongo a su lado para protegerla, sin advertir que siempre ha sido al revés, que por su duración y su intensidad los años que me dedicó nunca podrán ser compensados por estas visitas a consultas atestadas. Pero cómo evitar pensar, viéndoles envejecer, que todo es dramático y efímero, apenas un pequeño billete gastado, cómo evitar, mientras la memoria se desvanece, que no se te desgarre el corazón.