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SILUETAS gonzalo ugidos
León

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S i el poder lo tuviera quien menos lo quiere, el ciudadano tendría la garantía de que el político no cavará trincheras para proteger la poltrona por tierra, mar y aire. Como hizo Sánchez y hace Rajoy. Javier Fernández rompe el molde, ni se cree elegido por el dedo de la Providencia, ni se quiere a sí mismo por encima de todas las cosas, lo cual en nuestro ecosistema es más raro que perro con zapatos. No es su única rareza, otra es que no habla con lengua de madera, y otra más que es imposible imaginarlo resbalando en una cáscara de plátano; o sea, haciendo el ridículo. Además es de temperamento linfático, uno de esos tipos tranquilos que difícilmente se exaltan. A diferencia de los entusiastas, los linfáticos parecen no tener sangre, son reflexivos, constantes y metódicos. Puede que su imaginación no sea frondosa, pero son sensatos. Nunca  se van a postular como líderes, pero si las circunstancias les obligan dan la talla. Por eso el presidente del Principado es de los pocos referentes intelectuales y morales de ese saco de gatos en que ha devenido el PSOE.

Lo conocí en El Escorial y me llamó la atención su extraña mezcla de aplomo y modestia. Me dijo entonces que no era entusiasta del Estado federal, «lo que quiero es un Estado solidario». Luego pronunció una conferencia tan lúcida y bien escrita que parecía de Cody Keenan, el hombre que hace los discursos de Obama, pero supe que él era el único autor de sus palabras, cosa rara en nuestros políticos, que no son nadie sin un negro al lado. Leí su discurso de toma de posesión como presidente de Asturias en julio del año pasado y confirmé que estamos ante una rara avis. Sé de lo que hablo cuando se trata de discursos, me he ganado la vida escribiéndolos para gente importante que ni sabe escribir ni tiene tiempo de pensar. El de Fernández empezaba así: «No quedan páginas en blanco, lugares sin huella, fronteras sin explorar». O sea, un Churchill en una paramera de ágrafos.

He visto su nómina: 3.311, 82 euros. Vale mucho más, pero cobra mucho menos que un senador. Uno de los problemas más gordos de nuestra democracia es que el sistema de cooptación de las élites está gripado por los usos y costumbres de los partidos políticos, que hacen una selección negativa: el que brilla no sale en la foto. Es una desgracia, porque tipos solventes e íntegros como Javier Fernández acaban siendo la excepción y no la norma. Otra de sus perlas: «Sé que soy mayor, que curvo los hombros, que tengo el mirar gastado. Pero también sé que no engañaré ni proclamaré los milagros imposibles ni exhibiré las habilidades del trilero. No haré nunca un discurso más fácil de gritar que de aplicar». En esas palabras habita la honestidad. También el brillo.