Diario de León
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león en verso luis urdiales
León

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E l suelo es su asiento, la acera su perspectiva, la calle su horizonte; cada vez son más quienes se ven obligados a reclinarse a posición de plegaria para lograr un sustento y aliviar la primera necesidad de los seres vivos. Carencia para este ejército humano que toma León en una edición actualizada de aquella misericordia de Pérez Galdós y un argumento que parecía agotado y anacrónico para este avance social que se suponía y se dio por hecho no hace tanto. Su ayuda es todo para mí, escribió uno sobre un embalaje de cartón que expone a modo de tejado a dos aguas, como quien trata de saciar la carencia del hogar que añora y levanta cada mañana al pie de la embocadura del subterráneo de Santo Domingo y así le da a la ciudad ese aspecto definitivo de gran urbe, con necesitados junto a las marquesinas del metro. Cerca, muy cerca, un hombre joven, casi un niño se diría por su rostro desilusionado, localiza el desarraigo más próximo de lo que se pudo creer jamás antes del descarrilamiento del mercancías que cargaba la crisis: soy de León, se lee en un mensaje escueto que aporta de él menos detalles que esos ojos claros de mirada perdida con los que observa el trasiego apurado de sus paisanos. Mejor no reparar en lo que llevó a arrumbar a alguien al otro lado y así se evita comprobar lo cerca que se camina de esa senda que separa la tierra firme y el precipicio. La puta vida, maldice otro de mediana edad mientras irrumpe con el brazo en ristre al itinerario de los transeúntes; de la mano cuelga una gorra y de su mochila un cartel que termina por cerrar el tinte de la regionalización que adquiere la pobreza: asturiano. No es verdad que por la caridad llegue la peste; la ciudad moteada de penuria es sólo un aviso del destino indeseable que no se puede sortear. Embestidas de la vida que acaba por convertir en una isla en medio de un océano sin agua a un ser humano que aspiraba a ser feliz. Nadie que habita el hogar de la indigencia busca compasión. Si se ofrece comprensión, se habrá ganado el cielo. Coincidí con un hombre que pedía limosna a diario a la puerta de San Isidoro; a las dos de la tarde, entraba en un bar a calentar la soledad con una consumición y una tapa. Un cliente le afeó esa costumbre. Se conoce que su ideario no admitía que la dádiva se pueda cambiar por vino, así, a la ligera. Lo lógico, claro, sería gastárselo en bonos del Estado.

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