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cuerpo a tierra antonio manilla
León

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I maginad, por un instante, un mundo sin electrónica. A quien está leyendo este artículo en la edición digital del periódico, en este momento la pantalla se le acaba de fundir al negro, como en el final de una película de cine. El que lo estuviera haciendo en un interior poco iluminado, tampoco podría continuar, salvo que tuviera a mano una linterna o una vela. Todos los medios de transporte, salvo algún coche histórico que todavía renquease por esas carreteras de Dios, se detendrían; los aviones y los barcos —permitamos que se salven gracias a sus sistemas eléctricos autónomos— estarían en un tris de estrellarse o asistir a su naufragio. Ni los aires acondicionados ni las calefacciones funcionarían: abanicos y carbón volverían a ser los cómplices térmicos de los hombres. Regresarían las fresqueras para la conservación de los alimentos, el picante a las comidas, los filandones a las largas veladas nocturnas alumbradas por la luz atómica de un quinqué con el objeto de ahuyentar las sombras de la existencia. Probablemente, todos nos conocemos, comenzaría a gestarse un baby boom de proporciones africanas.

Mientras los pensadores revuelven en las ideas de McLuhan sobre la aldea global y los científicos revisan las intuiciones de Einstein, en el bucle inacabado de un siglo XX tan intenso intelectualmente que ya dura casi ciento veinte años, la electricidad, aquella aplicación desarrollada por Tesla y Edison, se nos revela como la invención más imprescindible que se ha dado a sí misma la humanidad. Tanto, que resulta difícil imaginar la sociedad actual sin su ubicua y constante presencia. Y con un grado de dependencia tal que, sin catastrofismos en el horizonte, tal vez deberíamos detenernos a reflexionar colectivamente sobre ello.

Todavía queda viva gente de una generación que, sin llegar a estas condiciones extremas que estamos imaginando, sobrevivió en un mundo con un voltaje de 125 vatios, bombillas que ensombrecían la luz y aparatos de radio de ondas media y larga como toda compañía, donde se sintonizaba Radio Andorra entre chasquidos y emisoras con música árabe como salida de los relatos de Las mil y una noches. Esos supervivientes albergan una experiencia vital utilísima que todavía no ha caído en el olvido pero comienza a ser materia de etnografía. Iluminémonos, mientras sea posible, con esa luz de los mayores. Retroiluminémonos un poco.

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