Diario de León
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MARINERO DE RÍO. EMILIO GANCEDO
León

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Ha contemplado la gente el último capítulo de ese espectáculo audiovisual que bien podría haberse llamado Un, dos, tres, elecciones otra vez —el primer spoiler en tiempo real de nuestra historia parlamentaria, todos sabíamos cómo iba a acabar la cosa—, igual que se ve un programa televisivo malo pero de algún modo inevitable: ojeándolo con desgana aunque sin desconectar el aparato. Unas matrimoniadas tamaño Estado. Un Cuéntame cómo pasó o, mejor, No me cuentes nada.

Reojo inapetente que parece mal síntoma ciudadano pero también consecuencia natural de la incapacidad ya crónica de nuestros gobernantes por hacer partícipe de la cosa pública a la respetable audiencia. Normal. Es el Sálvame político-nacional, un programa repleto de chiribitas aunque por detrás se vislumbren los hilos y el cartón. Se impone la creencia de que nada resulta verdaderamente real y que todo es una tramoya de actores, productores con intereses ignotos y guionistas sumamente profesionales. El triunfo de la política-ficción.

El personal no se cree nada porque nada ha resultado ser verdad. Y se centra en lo único dolorosamente auténtico de sus vidas, trabajos absorbentes y necesidades que quedan engarfiadas como cepos a la bajera y a la sesera. En concreto son dos las especies que ahora vislumbro en esta roída piel de toro laboral: los estabulados y los fogoneros. Los primeros arrastran su abulia por ministerios, ayuntamientos y entidades similares sin levantar mucho la cresta no sea que se la corte un cambio de puesto o una apertura de expediente (Virgencita, Virgencita...), cerrándose de paso a cualquier posible éxito o evolución, perfil plano, amplia paleta de grises; mientras que los segundos no dan a basto en sus interminables y atiborradas jornadas, venga a espalar carbón, o ladrillos, o armarios de chapa, o pacientes, o alumnos, o noticias, lo que se tercie. Sin tiempo para detenerse a tomar aire o mirar hacia los lados. Oficinas, tiendas, transportes y centros públicos en los que, si uno aguza el oído, puede escuchar el tom-tom del que tocaba el tambor en las galeras.

Esa película sí que nos la creemos.

Y el mejor título posible para ese tipo de superproducciones no puede ser otro que La que se avecina.

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