Diario de León
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León

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Los leoneses tenemos una imaginación tan desbordante que a menudo creemos que León existe. Instigados, a veces, por los telediarios, que refieren la noticia de una mínima climatológica, alguna desgracia terrible o un inconmensurable incendio en algún inconcreto punto de lo que parece esta provincia, negamos nuestra inteligencia y reforzamos nuestra fe en esa existencia fantástica. Porque fe es creer en lo que no vimos y hace tantos siglos que por aquí pasó todo lo que tenía que pasar, que ya no pasa nada. Al contrario, casi todo se va. A alta velocidad. Y sin levantar demasiado la voz.

Teruel existe pero León no, es esto o aquello que tan bien decía el escritor Juan Pedro Aparicio: «La ocultación que padece León es tan inconmensurable que ya forma parte de su misma esencia. León y su ocultación pueden considerarse términos sinónimos». Era cuestión de tiempo que comenzásemos a ocultarnos a nosotros mismos. Pero, nobleza obliga, sin doblez ni fingimiento: como ese muerto en pie al que, en la rima becqueriana, no le brota sangre ni se le ve la herida. Y es que una vez estuvimos tan alto que llegamos a creer que nunca se terminaría el cielo, pero hemos caído tan bajo que quizá ya no volvamos a levantarnos y hasta consideramos un éxito ser los últimos simplemente porque significa que al menos hemos terminado la carrera, aunque sea a ninguna parte. Todas nuestras victorias son tan antepasadas que, al celebrarlas soplando las velas del olvido, somos embargados por un tenue sentimiento arqueológico y misionero. Y cuando encaramos el reto de alzarnos hacia el futuro, nuestros saltos son hondos, crecemos en profundidad, hacia la sima.

(Perdóneme el lector el pesimismo, pero prefiero pensar que León ya no existe, que es un espejismo nuestro, de aquellos que lo amamos, antes que imaginar lo que se nos viene en realidad. Que un día no habrá leoneses, pero León seguirá existiendo: en la memoria de sus desperdigados descendientes, en las piedras arruinadas de una vieja catedral o en el cauce de sus ríos, en el cerebro cibernético de los navegadores de los coches atravesando un erial yermo de vida iluminado por los faros lejanos que atraviesan una noche eterna hacia cualquier otro sitio, lejos de aquí, siempre un poco más allá).

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