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LA LIEBRE. ÁLVARO CABALLERO
León

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En una nueva muestra de genialidad táctica, a la altura del trivote con el que Francia logró reinar en el fútbol mundial en 1998, la Junta ha conseguido convertir una amenaza en un escudo protector. La nueva Ley de Protección de los Denunciantes de Corrupción, aprobada con todo el boato y la parafernalia de la regeneración escenificada por Ciudadanos para dar cobertura al PP, ha logrado investir a la administración autonómica de un poder de control para las amenazas internas que no se conocía desde la época en la que se hizo cargo de la oficina del FBI J. Edgar Hoover. El funcionario que adopte la decisión de denunciar a un superior tendrá que pasar por el filtro de la Inspección General de Servicios, cuyos miembros a su vez están nombradas por libre designación y controlados por el consejero de la Presidencia, José Antonio de Santiago-Juárez, que a su vez es quien termina por poner siempre todo bajo control. Se protege el sistema cuando haga falta y se desliza lo que interese, como hacía Hoover. La información es poder y nada escapa al círculo perfecto, que reinterpreta con astucia el dilema satírico que ya planteó en la época romana Juvenal: ¿Quién vigila al vigilante?

La nueva ley no aporta nada más al derecho que ya tiene cualquier ciudadano, sea funcionario o no, de poder acudir a la justicia a denunciar un delito. Por debajo de esta garantía, no se queda tan sólo con las consecuencias que el ordenamiento jurídico concede al acusado si se demuestra que la denuncia es falsa. El texto aprobado por las Cortes, con toda la oposición en contra salvo Ciudadanos, se arma con un giro profiláctico para la administración autonómica que hace que el funcionario sea castigado no sólo en el caso de que se demuestre la falsedad de su denuncia, sino también cuando en un momento dado no se puedan probar las sospechas sobre las que ha puesto la alerta.

Los listones colocados por el Ejecutivo autonómico convierten a quien se aventure a denunciar en un valiente, salvo que el caso sea tan flagrante que no haya tiempo de abrirle la puerta para que se lo lleve la fuerza del viento. Sólo les falta idear un número de teléfono en el que al descolgar una voz amable avise de que la conversación se graba, pregunte cuál es la denuncia y, una vez apuntada, mientras conecta por la otra línea con el consejero, deje una frase tranquilizadora: «le pongo en espera».

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