Diario de León

TRIBUNA

El acelerador de la historia

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ARMANDO MAGALLANES PERNAS Historiador. Catedrático de Geografía e Historia
León

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H ace pocas semanas, leyendo las páginas del suplemento de cultura de un periódico, me encontré con la experiencia que había tenido Antonio Muñoz Molina en un trayecto en avión, creo que a Nueva York. En aquel viaje, contaba que había devorado casi sin darse cuenta la obra del húngaro Imre Kertész La última posada .

Como quiera que no conocía esa obra, me puse a buscar información sobre ella. Estando en ello encontré la referencia a otra obra de un autor también húngaro, como Kertész. Se trataba de Lo que no quise decir, de Sándor Márai, que parece ser una nueva parte, hasta ahora inédita, de sus memorias, divulgadas a través de las obras Confesiones de un burgués y Tierra tierra .

En Lo que no quise decir , Márai narra su experiencia al ver cómo se desmoronaba una cultura, una forma de ver la vida y cómo se descomponía la burguesía en Hungría en particular y en todo el centro de Europa en general tras la anexión de Austria por la maquinaria del ejército alemán. Se trataba de cumplir el programa de una ideología totalitaria, como lo era la ideología nazi.

Un programa cuya efectividad pudo comprobar el propio Márai personalmente en Hungría tras la llegada, acabada la Segunda Guerra Mundial, de las tropas soviéticas a los países del Telón de Acero, que convirtió a estas naciones en una expresión geográfica.

Un programa que no podía consentir en dejar que el devenir histórico caminase de manera natural. No, había que provocar un movimiento tectónico en la Historia para así liberar a los pueblos del escarnio de permanecer por más tiempo sometidos bajo el yugo de unos regímenes parlamentarios débiles y corrompidos. Había, pues, que divulgar la verdad y liberar a las masas de la ceguera. El resultado de esta experiencia, todos sabemos cuál fue, pero, a pesar del eslogan que dice que la Historia es maestra de la vida, no parece, a la luz de lo que estamos viviendo, que hayamos aprendido la lección. O tal vez sea que nos gusta tropezar de cuando en cuando en la misma piedra.

No resulta casual que sea otro húngaro, como Arthur Koestler el que también nos ilustre con las delicias del totalitarismo en su obra El cero y el infinito , en donde el otrora miembro importante del Partido Comunista en la URSS de Stalin, Nicolás Rubachof, sufre en carne propia las consecuencias de sus dudas, aún sabiendo que la verdad absoluta sólo tiene un camino y que el que duda es un peligro para la misión salvadora en la que cada persona tiene una función al servicio de ésta y de la superestructura que la dirige.

Los tres autores reflejan de manera elocuente y, en mi opinión, brillante, los mecanismos que utiliza el totalitarismo para alienar a las masas y asaltar el poder mediante una estrategia bien estudiada. En efecto, desprecian la democracia parlamentaria, pero conocen bien su funcionamiento y saben que su fortaleza, que es el imperio de la ley, es también su talón de Aquiles, ya que las instituciones en un Estado de Derecho tienen las manos atadas precisamente por el imperio de la ley; y esto lo han visto con claridad los que han convertido a la historia en una ciencia destinada a salvar a la humanidad y creen conocer el modo de alterar su curso, utilizando el odio como combustible, porque saben que para su programa es mucho más eficiente el desprecio a la razón y el recurso a los elementos más irracionales del ser humano, los cuales, bien utilizados, como ya conocemos, tienen un impresionante poder como acelerador.

En España sabemos por experiencia las consecuencias que tiene intentar alterar el curso de la Historia recurriendo a estos métodos. Espero que hayamos aprendido la lección, porque ya conocemos las virtudes del buen juicio para la convivencia pacífica de las naciones.

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