Mundo Trump
N unca fue tan perturbadora la prueba de que cualquiera puede ser presidente de los EE.UU. Lo raro es que al régimen político del país donde ocurre eso se le considere una democracia. El «demo», el pueblo, merece otra consideración en cualquier parte, por mucho que en éste caso penda sobre él la terrible sospecha, si hacemos caso a las urnas, de que la mitad de él se identifica con un pichi como Donald Trump. Descartada la posibilidad de que la mitad de los electores norteamericanos no sólo se identifiquen y le voten, sino que sean y piensen (?) como el incalificable magnate neoyorquino (hay cosas que se tienen que descartar si uno no quiere que le de algo), habrá que acudir a los innumerables análisis de los innumerables expertos para tratar de explicarse el triunfo de un ser como el que acaba de hacerse con los destinos del mundo, y también, por cierto, con el código nuclear que pudiera dejarle sin destino ninguno. El problema es que, por muchos análisis que apliquemos al sindiós de un Trump victorioso, o bien el suceso no tiene explicación alguna, o la mente humana (la mente, no lo que hay entre el cuello y la gorra) no es capaz de discernirla, siquiera sea por su sujeción última al instinto de supervivencia.
El triunfo electoral de Trump ha sentado, salvo a Putin, a Le Pen y a la mitad del pueblo estadounidense, como un tiro. Pero es que es un tiro. Con un sólo tiro, con una sola bala, la de la mercadotecnia a calzón quitado percutiendo sobre la puerilidad, el miedo y la ignorancia, el racista, sexista, xenófobo y salaz Donald Trump podría cargarse las tímidas flores del progreso del mundo, aquellas que lo harían más justo, más habitable y más solidario. Esta mañana, al levantarnos, nos encontramos de súbito en un mundo completamente Trump.
Hay quienes intentan espantar el miedo o consolarse pensando que el Trump presidente no podrá ser tan energúmeno, tan despiadado, tan orate, como el Trump candidato. No quiero aguarles la fiesta, pero el caballero, por llamarle de algún modo, tendrá a su entera disposición, a su servicio, el Senado, el Congreso, las Fuerzas Armadas y el Tribunal Supremo. Si un triste concejal se cree dios, ¿qué no se creerá con todo eso éste hombre que, encima, ya se creía dios de antes? La Providencia de verdad se apiade de nosotros.