Diario de León

El día en que Leonard Cohen se afeitó la barba

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CUARTO CRECIENTE. CARLOS FIDALGO
León

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Ocurrió en un local de conciertos de Israel, una noche de 1972. Leonard Cohen, que había nacido judío, trovador y poeta, ofrecía uno de sus primeros recitales en Jerusalén, la ciudad de las tres religiones monoteístas, habitada por jebuseos, hebreros, mahometanos, romanos, cristianos, judíos exiliados de Rusia y de Europa, o venidos de los Estados Unidos, como él, en busca de la Tierra Prometida.

En el aire flotaba el aroma del Mediterráneo, tan cercano, y el salitre pesado del Mar Muerto; el viento tibio de los montes de Judea; el eco amargo de las lamentaciones, los rezos inquietantes de los rabinos; la rabia y la ira profunda de los palestinos desplazados de sus casas; el desconcierto de los peregrinos que viajaban a Tierra Santa y se encontraban una ciudad dividida, un conflicto enquistado, un odio latente que emergía de vez en cuando. Sobre la tarima de la sala ardía la llama invisible de la poesía. El público lo intuía cuando Cohen se subió al escenario y comenzó a cantar con su voz grave —no tan ajada como en sus últimos años— acompañado de su guitarra y de sus músicos, pero atenazado por la necesidad de que sus palabras llegaran desnudas, libres de artificio, a la gente que las escuchaba. Al poco de empezar, el artista paró el concierto. «Os estoy engañando. Lo voy a intentar de nuevo. Si no funciona lo dejo y os devolvemos el dinero», le dijo al público, que ni de lejos tenía la sensación de que Cohen estuviera siendo un fraude. Pero no funcionó y el cantante se refugió en el camerino.

Nadie se movió de la sala. Los espectadores comenzaron a cantar La paz sea contigo, un poema judío sobre la felicidad. Y Cohen, que los oyó, recordó un consejo de su madre, pidió crema y una navaja de afeitar y, antes de ofrecer uno de los conciertos más memorables de su vida, se rasuró por completo la barba y volvió al escenario ligero como un pájaro. Mientras el público le ovacionaba, el miedo a fallarle a la gente, a no ser el poeta trascendente que siempre prometían sus canciones, se perdía por el desagüe.

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