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Publicado por
José Antonio Fernández Llamas
León

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M ientras tantos niños sufrientes por causa del acoso escolar, ¿dónde están las medidas legislativas eficaces? ¿Dónde la protección dada a las víctimas de violencia de género? ¿Por qué nadie los arropa?

Luego de los «palos de ciego», surge ahora, con reprochable lentitud, un incipiente movimiento. De lege ferenda, debería implicarse a toda la sociedad, a toda la comunidad educativa; y, principalmente, a los compañeros de colegio, de aula, de pupitre: los espectadores.

Pero que nadie yerre el diagnóstico. El problema nunca encontrará solución sin el compromiso de los progenitores, sin su inefable ejemplo. Miren, si no, la respuesta de uno de estos (padre o madre) ante la conducta agresora de su «brillante» hijo: «¡No te preocupes! ¡No vaya a ser… que bajes las notas! (sic)»; ruin proceder de quien, a salvo de cualquier mirada acusadora, enseña, trasmite, el camino de la infamia.

U observen también a los energúmenos que, delante de sus vástagos, acometen (a dentelladas) a los niños-árbitro; o a los insensatos que regalan teléfonos móviles en la primera comunión, permitiendo así que los infantes, en plena inmadurez, interioricen su utilización cual arma arrojadiza: «ciberbullying».

En contraste, los compañeros de clase de un niño enfermo de cáncer, hoy felizmente curado, que ejercieron de profesor durante su recuperación. Un joven maestro obraría el milagro. Seguramente, sólo necesitó pronunciar la palabra mágica: empatía. Y como lección para aquellos individuos (¡delincuentes!, en mejor decir) dispuestos a adulterar los valores esenciales de sus propios hijos por unas miserables décimas, los alumnos solidarios mejoraron su rendimiento académico; pero, por encima de cualquier otra consideración (siempre minia), recibieron una matrícula de honor en humanidad.

«Los niños son plastilina. Si caen en manos de alguien que merezca la pena pueden cambiar el mundo», diría, con evidente acierto, la madre de Guillén, el niño ayer enfermo. El gran problema —podría añadirse a renglón seguido— surge cuando caen en las garras de alguien (de otro alguien) sin compasión, con quien, además, han de compartir piso.

La degradación moral parece no conocer límites. Mientras todo lo anterior, el niño acosado: un pequeño cuya alegría infantil apagada, que padece y llora hasta el punto de, en algunos casos, rendir —derramar— la vida. ¡Queden aquí señalados los verdaderos culpables! ¡Caiga sobre ellos toda la responsabilidad!