Diario de León

Publicado por
Jesús María Cantalapiedra Escritor
León

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S egún cuentan las crónicas, fueron los griegos quienes comenzaron a dignificar lo que mucho más tarde llegaría a convertirse en un Arte. Hablo de gastronomía y culinaria. La gastronomía analiza la cultura de la relación alimentos-hombre. La culinaria, pone en escena y se encarga de elaborar el viejo arte.

El primer libro sobre gastronomía que leí hace muchos años fue: La casa de Lúculo o el arte de comer, de Julio Camba. Una delicia aconsejable, salpimentada con pinceladas de fino humor y frases irrepetibles: «La cocina española está llena de ajo y preocupaciones religiosas», u otra tan real: «El primer francés que se comió un caracol no era, precisamente, un epicúreo, sino un hambriento». Ésta puede aplicarse también a los primeros seres que engulleron centollos, nécoras o angulas. Deberían tener mucha ‘fame’, como diría un amigo mío, asturiano él por la parte eclesiástica, aunque nato en Zamora. Tira más un cazuelín de pixín que dos artesas de pulpo a la sanabresa. Parafraseando aquello de las dos carretas. O sea.

Así que, aun siendo los griegos quienes pusieron en valor gastronomía y culinaria, el Renacimiento y su poderío artístico llegaron a refinar aún más la ya suntuosa comida. A partir de la Revolución Francesa (no podía ser menos), la coquinaria gala y galante adquirió cotas que todavía permanecen en primer lugar del ranking mundial organoléptico. In crescendo. Si hablamos de fogones españoles, esto es el acabose si comparamos calidad y cantidad. Cierto es que me refiero a cantidad; a la cantidad desorbitada de programas de televisión dedicados a tan hermosa actividad. Los repetidísimos «Masterchef», que emiten en todas, digo en todas las cadenas con unos u otros títulos a cualquier hora del día, ya han comenzado a ser un verdadero ‘peñazo’ que no enseña nada. Para qué citar a los ‘Master Celebrity’, con platós en los que famosillos de poca o inexistente entidad hacen bobadas para freír el ‘jodío’ huevo frito o especialidades de más altura culinaria. Por si faltara poco, ahora también nos encasquetan los «Master» de EE UU e Italia. Por cierto, EE UU, creo, fue el lugar donde se inventó el engendro y aquí lo copiamos o compramos sus derechos. «Que inventen ellos», exclamó Unamuno.

Y este escribidor, gratuitamente, ofrece a las televisiones otra nominación más práctica: ‘Master Cordiality’. Mucho aprenderían ciertos profesionales hosteleros. Pongo dos ejemplos vividos en persona.

1). París. Mi esposa y yo frente al más que centenario y famoso restaurante en Les Halles, «Au Chien Qui Fume». En la carta exterior vimos los precios. Demasiado caro, pero a través de las cristaleras observamos una pequeña barra. Entramos. Solicitamos dos vinos. El maître contestó cortésmente que era un lugar de espera para clientes. Mentí que esperábamos a unos amigos. Solícito, nos sirvió dos buenos vinos. Pasó un cuarto de hora y llegó el momento de marchar. Pedimos la cuenta al empleado. Nos contestó que no había problema. Con amabilidad exquisita, no servil, nos indicó: «Están invitados por la Dirección. Esperamos que vuelvan en otra ocasión».

2). Misma ciudad. Place Vendôme viendo escaparates. En la propia plaza, el Hotel Ritz. Entramos a verlo por dentro —dije—. Cortés, se acercó el jefe de recepción. Le expliqué que sólo queríamos ver alguna estancia. Con sonrisa de buena gente respondió: «Pasen ustedes y vean cuanto quieran. Están en su casa. Sólo les pido un favor. Tengan la amabilidad de no hacer ninguna foto, en defensa de la privacidad de nuestros clientes». Recorrimos la enorme planta baja y diversas estancias en solitario. Al salir, nos acompañó a la puerta, entregándonos un magnífico folleto del hotel.

Seguro que había visto o estudiado algún ‘Master Gentilleese o Cordiality’. Aquí, en muchos casos se suben los colores de vergüenza ajena.

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