Diario de León
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FUEGO AMIGO. ERNESTO ESCAPA
León

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A la altura de su edición de plata, el premio Reina Sofía se ha convertido en el galardón poético más importante de la cultura iberoamericana, no sólo por dotación y prestigio, sino por el crédito que otorga su elenco de distinguidos. Este año incorporó a su repertorio el nombre de Antonio Colinas (La Bañeza, 1946), el más joven de los premiados y protagonista de una trayectoria modélica de entrega creativa. Americanos y peninsulares alternan el galardón, en el que destacan los poetas del medio siglo, a los que abrió brecha Claudio Rodríguez. A menudo, en sus veinticinco años de existencia, el Reina Sofía ha sido la antesala poética para el reconocimiento del Cervantes, como ocurrió en los casos de Hierro, Mutis, Rojas, Gamoneda, Caballero Bonald, Gelman, Pacheco o Nicanor Parra. Los dos galardones se escalonan en el reconocimiento de los poetas destacados con la más alta distinción de las letras hispánicas.

A nadie podría sorprender que esta secuencia continuara con el nombre de Colinas, cuya obra muestra la plenitud que atestigua su antología conmemorativa Lumbres (2016), preparada por los profesores María Sánchez y Antonio Zamarreño. Sobre todo, teniendo en cuenta que hace ahora 40 años su libro mayor, fue destacado ya como la mejor poesía del año, junto a la primera novela del reciente Cervantes, Eduardo Mendoza.

Desde los inicios, Colinas mantuvo en su poesía un diálogo nutriente de las raíces originarias con las culturas que fue descubriendo. Abrigando la vibración íntima, el vuelo de una obra poética que se distingue por el mestizaje, con una exquisita expresión formal. La antología de Castellet dejó fuera a Ullán y Colinas, quizá los mejores poetas de la generación. Sus muñidores (Hortelano, Ángel González, Gil de Biedma) optaron por una guarnición de líricos cartageneros, albaceteños y maragatos que arropara a Gimferrer, con su aureola de Premio Nacional José Antonio Primo de Rivera.

Colinas nunca disfrazó su pálpito esencial con barnices culturalistas. Su universo lírico brotó de Leopoldo Panero para galopar la noche con imágenes de simbolismo panteísta. Las resonancias van de la mística a Claudio, con destellos de la mejor poesía romántica europea. Porque la poesía de Colinas se nutre de un sentimiento esencial y no decorativo de la naturaleza, que lo entronca con el romanticismo europeo y con el pensamiento oriental. Sus versos funden las secuencias de la memoria con los fulgores de la cultura. Una poética que combina la contención clásica con la borrasca romántica, la estética y la ética, el pálpito íntimo con el temblor del universo. Su biografía literaria lo sitúa junto al narrador Luis Mateo Díez en el andén del Cervantes, preparados para su reconocimiento inmediato.

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