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Publicado por
Jesús María Cantalapiedra escritor
León

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S alvo error, la primera vez que leí un reportaje histórico sobre taxistas leoneses fue hace pocos años. Lo firmaba el periodista Manuel C. Cachafeiro, antiguo compañero en otro periódico leonés. Antes lo habían hecho el cronista de la ciudad Máximo Cañón Waldaliso, el también periodista Joaquín Nieves y, posiblemente, otros que no recuerdo. Todos se referían a un hecho que forma parte de la historia doméstica de León: la primera taxista española era leonesa y en ésta ciudad ejerció su profesión muchos años, hecho insólito para la década de los 30. Era conocida por el sobrenombre de ‘La Peñina’. La matrícula de su primer coche, LE-2897.

Pero, no pretendo repetir la historia pretérita (ya lo hicieron comme il faut los citados), sino mis impresiones sobre la actividad actual del amigo taxista, aunque no se comenzó a denominar así hasta la aparición del llamado «taxímetro» (de taxare y metron), denostado en principio por los profesionales del vehículo alquilado esporádicamente. Con anterioridad a la máquina-invento para medir distancia, tiempo y precio a pagar, el costo de la ‘carrera’ era cerrado o negociado con el típico tira y afloja hispano.

Buen invento el taxi. Carismática profesión la de taxista. Junto con la de bombero (éstos han llegado convertirse en un icono erótico), pudiera ser una de las ocupaciones más populares y, en general, apreciadas. La figura del taxista llegó a protagonizar infinidad de películas del cine español. Y es que el conjunto taxi-taxista es un servicio público de agradecer. Ambos ofrecen confianza, y en ocasiones ayuda inestimable no siempre valorada.

Muchos profesionales, además, por el mismo precio, nos ofrecen conversación e información. Hay que tener en cuenta que el taxista es una persona bien informada; ha escuchado mucho sobre los temas más dispares; poseen una cultura empírica que para sí quisiera mucho graduado. Hablando de precios, se dice que el taxi es caro. Depende. Depende de la ocasión y del porqué y el para qué de su uso. Sí sorprende que, precisamente, las personas con más ‘posibles’ son las que evitan el taxi como si se tratara del Fisco. Deben horrorizarse al pensar que les disminuye su muy abultada cuenta corriente en unos ocho o diez euros.

Personalmente, cuando utilizo los servicios del sufrido taxista, trato de adivinar si es hablador o no, aunque ellos llevan una ventaja: el conductor ve al cliente la cara completa, y el usuario que va atrás solamente ojos y frente por el retrovisor. Los del taxi son panorámicos. Así y todo, intuyo si es propicio a la cháchara o no. Si tengo esa suerte, el viaje me sale barato pues, sobre todo, aprendo mucho. Falta me hace. Y digo sufrido pues para ganarse un sueldo siquiera decente, han de trabajar al menos catorce horas diarias y pasar muchas en listas de espera tediosas. Como las de esa Sanidad que nos toca y retoca. Menos mal que la Benemérita le ayuda bastante. La institución está reñida con el alcohol y el entrañable servicio público, a su vez, se convierte en defensor de los intereses pecuniarios del pecador y correspondientes puntos y comas. A mayores, no tiene que dar dos vueltas a la ciudad para aparcar, haciéndolo a un kilómetro de su destino plañendo por culpa de la espalda maltrecha (quinta y sexta vertebras dorsales) y de sus prisas fisiológicas. Un horror. En el taxi se pasan todos los males y, por ende, se libra usted sortear de mala forma las temibles, numerosas y famosas rotondas. ¡Que manía!

Así pues, ponga un taxi en su vida. Por el precio de un sofisticado gin-tonic, de esos que le vierten la tónica como si fuera un ritual ortodoxo, puede recorrer toda la ciudad de punta a punta y, además se convierte en alumno de un pequeño master de sicología aplicada sin costo añadido; o a unas clases de ‘Formación del Espíritu Nacional’, monárquicas o republicanas; o a unas lecciones de agrimensura o agricultura. ¡Anímese, hombre! Merece la pena. Y, feliz temeroso año 2017.