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NUBES Y CLAROS. MARÍA J. MUÑIZ
León

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Si mi abuela tuviera barba, fumara en pipa y llevara pantalón de pana no sería mi abuela, sino mi tío Julián. Si a la cabalgata de Reyes le quitas los reyes, los camellos, los pajes y la magia, te queda un desfile tan cutre como sin sentido. Y el miedo metido en el cuerpo de los niños, por la sinrazón de espantajos absurdos marchando en estúpida fila... ¿festiva?

Si la cabalgata del día 5 de enero pasa de los reyes y del niño a adorar, rechaza la mágica monarquía y el divino nacimiento, reniega de los pastores y de las promesas y esperanzas, ¿qué demonios estamos celebrando? Si tan seguros están los neogobernantes de los principios que asientan sus revolucionarias mayorías, que tengan la valentía de prohibir la Navidad oficial. Con todas sus consecuencias. Que suspendan las luces (incluso las geométricas fealdades que sustituyen con patética filosofía atea a los angelitos, estrellas y trineos), los belenes púbicos y los villancicos en la calle.

Pero que prohíban también el incremento navideño de precio de la gamba, o la campaña de dispendio generalizado en regalos, comilonas y brindis. Que decreten que cada uno celebre en la intimidad de su familia aquello en lo que crea, la misa del gallo o el ramadán, el día de la república o la santa tomadura de pelo que a cada uno le pete.

Lo que no tiene razón de ser es mantener los fastos y vaciarlos de sentido. Esto es la Navidad. Si lo es, que sea con todas sus consecuencias. Si el problema a enfrentar en esta sociedad se arregla cambiando a un Melchor por un espantajo, que venga dios y lo vea. El dios que sea. El que buscaban los magos de Oriente o el que alienta un cambio social que se distrae con torpes palos de ciego.

La Navidad y sus Reyes Magos están en nuestro imaginario común, al menos de momento. Disfrazar estúpidamente de aconfesional todo lo que no encaje en según qué cuestionables modelos de modernidad es tratar de matar a cañonazos las moscas que tienen tanto o más de tradición que de religión, y en cualquiera de los dos casos son respetables. Como lo son todas las demás manifestaciones.

De momento, valga el refrán para el caso, el esperpento de las cabalgatas que algunos gobernantes no se atreven a quitar pero sobre las que pretenden dejar su real sello no son más que un intento absurdo de desvestir a un santo para vestir a otro. Aunque el otro sea, al final, un patético espantajo.