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Publicado por
Manuel Garrido escritor
León

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T ras un día soleado pero muy frío, el atardecer invernal se sumió rápidamente en el ocaso. Un cielo absolutamente limpio fue todo él oscureciendo excepto en el oeste, que conservó largo rato el resplandor del sol caído. Desde el Alto del Carbajal, punto en que la carretera La Bañeza-La Baña abandona la Cabrera Alta para descender hacia la Baja, se veía la silueta de las montañas nítidamente recortada sobre la franja luciente. La alta línea trazada a punta de diamante que dibujaba la Sierra de la Cabrera Baja cortaba dos magnitudes pugnando por imponer sus límites a la absorta mirada, indecisa entre retener el peso de la luz o impulsar el empuje de la sombra. Cuando esta finalmente se impuso en bloque al resplandor desfalleciente, aparecieron grupitos dispersos de luces, señalando la presencia humana y el latido de la vida: Losadilla al fondo, Encinedo, Trabazos (solo una luz), Castrohinojo, Santa Eulalia (y ya a mitad del descenso, Quintanilla de Losada y Robledo). Todo un mundo ahora perdido parecía seguir alentando en el centro de la sombra, grávida todavía de luz reciente.

El cine antiguo simuló por medio de filtros en la lente de la cámara un ambiente nocturno, filmando a pleno día. El mágico efecto se conoció con el nombre de «noche americana». La vida en Cabrera tuvo también su filtro, nocturno en este caso, fruto del cual fue la noche cabreiresa, modesta, pero no menos mágicamente durante unas horas transfigurada, y se llamó serano (del latín «sero», tarde, anochecer), término emparentado con los similares en castellano, gallego y portugués.

El periodo invernal de días cortos y noches largas ofrecía la ocasión para el serano, que se desarrollaba durante las primeras horas de la noche y al amor del fuego en el suelo sobre las piedras del «fogar». Pero, dejando atrás la comparanza fílmica, digamos ya el término más pertinente relativo al serano, que no es filtro, sino rito: en la civilización campesina toda una institución decisiva para el aprendizaje y la socialización. Antes de la aparición de la radio, era allí donde se transmitían las noticias y las tradiciones y se evocaban las leyendas y antiguas historias ante los ojos ávidos de niños y jóvenes, al tiempo que se entonaban los cantos tradicionales, a veces al ritmo de la pandereta. Horas de la noche sosegada y espacio de intimidad en torno al fuego propiciaban asimismo otros juegos y escarceos entre la crepitación de la leña ardiendo y la danza de sombras a la luz del fuego y de la llama leve de un «llumbreiro» (rama seca de urz).

En cada pueblo había al menos uno, con frecuencia más, en cada barrio o grupo de casas; por ejemplo, al «fondo llugar» o «pico llugar». Había seranos de mozos solos, mujeres y varones, y estos recorrían más de uno, incluso en pueblos diferentes. Las mujeres solían tejer, generalmente calcetines de lana y lino, y también hilar. Precisamente de esta actividad procede el término que en otros lugares de la provincia sustituye al serano: filandón, con sus variantes hilandero, hilorio, hila (incluso aspirando la hache: jila). Primaba en todo caso la diversión, más aún donde los jóvenes predominaban y el serano resultaba por ello más bullicioso. En cierta ocasión, el día de Inocentes un grupito de mozos de Quintanilla de Losada se presentaron en alegre comparsa en el serano del barrio de Ambasaguas, donde por casualidad las mozas eran mayoría. Con la excusa de que habían llevado a moler una quilma de centeno al molino, ya allí decidieron visitarlas. Pasado un tiempo prudencial, dijeron que iban a ver cómo seguía la molienda y el que llevaba el farol lo cogió para encenderlo. Antes había puesto en el lugar de la mecha un trocito de nabo bien afilado. Les pidió a las mozas que se lo encendieran, mientras él lo sostenía. Ahí estaba el asunto: tras aplicarle varias veces la llama del palito cogido en el hogar, el mozo disimuló su queja suplicante: «Por favor, no me quemes tanto el nabo». Y sus acompañantes prorrumpieron en un clamoroso: «Inocente, inocente», seguido de las bromas y el jolgorio general.

Cantaban, celebraban con grandes risas las «loyas» teñidas de picardía, como aquella dirigida a las mozas: «Dios te «dea» un buen mozo,/ que al meisar faga un buen pozo». O sonaba una pandereta. Precisamente una canción popular tenía a la pandereta de protagonista: «Esta pandereta que toco/ yía (es) de pelleya d’ouveya;/ ayer berraba «no» monte/ y güey (hoy) toca que rabieya». Alguien contaba una historia triste o tal vez de miedo evocando al lobo, ancestral enemigo. No faltaban las melodías melancólicas con historias de melodrama, marcadas por la tristeza, la resignación o el abandono, como aquella que empezaba: «Ya viene la bella aurora,/ ya viene el alba del día;/ vi venir una pastora/ por aquella serranía». Había también canciones que evocaban el mundo lejano de la emigración americana emprendida por tantos cabreireses: «Buenos Aires, Buenos Aires,/ buena tierra «tien» que ser;/ marchan las mozas de quince años/ y no se acuerdan de volver». Y una ráfaga de nostalgia se colaba entonces en el serano.