Poesía entre comillas
Si el arte fue capaz de sobrevivir a sus vanguardias y llegar a nuestro siglo, aunque fuera renqueando, cómo no va a superar la poesía la supurante infección de poemas hiperglucémicos que inundan las redes y copan las listas de libros más vendidos. Esos poetas con firma como de aplicación para el móvil, gominolas para la tos o estadio nuevo del Atlético de Madrid, que pergeñan frases de jornada de convivencia budista o mandamiento New Age, susurrantes paparruchas para halagar el oído choni y poligonero de unas sensibilidades en bruto, vírgenes literariamente, los yoyas de gimnasio y las barbies de extrarradio que cantaba ese remoto ancestro suyo que fue el primer Melendi. Y es que a algunos les acompaña un pasado de sensible cantautor o de rapero palpapaquete, además del éxito en las redes sociales con tuits rebosantes de melifluas vaguedades sentimentales. Capaces son de remedar alguna debilidad de Neruda o de perpetrar una letra de Perales, pero no de escribir Sin ir más lejos, de Fermín Herrero o de componer Morir o matar, de Nacho Vegas. Es la suya, dicen sus defensores, poesía para las multitudes, la cuña de una vanguardia que ha de crear un nuevo público para el género, aunque Octavio Paz dijo que la poesía no tiene público sino lectores. Apreciando cosas como «eres la única capaz de hacerme sentir único en el mundo» uno no puede imaginar cómo se va a llegar, evolucionando, a Claudio Rodríguez. El agua y el aceite son líquidos pero resultan inmiscibles.
Algunos críticos les han reprochado que están menos leídos que la Biblia en el infierno, y uno puede hasta dudar que hayan frecuentado alguna vez los «versos» que han escrito, pero resulta que sus composiciones de blandiblú son un filón que vende tanto que grandes grupos editoriales que jamás habían mostrado el menor interés por la poesía, aunque sea entrecomillada, han creado colecciones para ellos. Y son superventas: han conseguido que lean sus libros los que nunca habían leído «poesía» e incluso crear en ellos la milagrosa sugestión de creer que ya la han leído. «Todo es bueno para el convento», piensan los espíritus corporativistas, pero corporativistas con el negocio, porque si mañana comienzan a pulular ingenieros que levantan puentes quebradizos y cirujanos que extraen el pulmón en lugar de bazo, cundiría la alarma. Pero esto es solo poesía. Se hace con palabras.