Diario de León
Publicado por
LA LIEBRE. ÁLVARO CABALLERO
León

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Llevan más de diez minutos sentados en los primeros peldaños de las escalerillas de piedra que dan al archivo histórico. Son tres guajes vestidos casi idénticos, con esa apariencia manufacturera que hace que el esfuerzo de diferenciación de la adolescencia acabe en la uniformidad más absoluta cuando se agrupan. No interactúan entre ellos, ni cruzan apenas una mirada o un gesto en todo el tiempo. Sólo mueven los pulgares de manera compulsiva, mientras miran la pantalla del teléfono que tienen en las manos. Ni una palabra. Nada que denote relación. Miro a la derecha por si la pareja de mediana edad que toma el café en silencio en la mesa de al lado se ha dado cuenta de la escena de incomunicación, pero están también abismados en sus smartphones. Para no quedarme solo yo también, desbloqueo el móvil y entro en Twitter.

Me topo con que la conversación se muere y que eso nos deshumaniza, según explica Isabel F. Lantigua en un excelente reportaje en El Mundo. La sentencia se apoya en el estudio convertido en libro de Sherry Turkle, profesora del Instituto Tecnológico de Massachusetts, que ha llegado a comprobar cómo los estudiantes prefieren darse descargas eléctricas antes que estar a solas con sus ideas. Me viene a la cabeza el personaje de Milán Kundera cuya tía soltera, ya muy mayor, hablaba sin parar para hacer pasar el tiempo, que es la cosa más difícil del mundo de conseguir. Quizá por eso no hablamos ni siquiera con nosotros mismos, que es por donde debemos empezar. Pero en lugar de aprovechar esos ratos a solas, sacamos el móvil del bolso en las fases en rojo de los semáforos, en las pausas de la publicidad y en los tanatorios. En esos momentos, el teléfono actúa como un placebo para hacernos compañía cuando en realidad nos aísla porque nos separa de lo cercano. No conversamos con los que están a nuestro lado y nos incapacita para empatizar con ellos: escucharlos, ponernos en su lugar, entenderlos.

Yo, que no callo ni dormido, me acabo de sorprender con el móvil en las manos, con la familia sentada en la mesa para cenar, sin haber dicho ni una palabra aún cuando ya vamos por el segundo plato y loco por encontrar cómo enviar esta columna a tiempo a la redacción. «No tenemos wifi, hablen entre ustedes», reza la pizarra que hay a la puerta del bar. Llego a tiempo a oír que mi hijo pequeño cuenta que tiene diez novias.

Tenemos que hablar.

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