Diario de León
León

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Hay carreras que comienzan en la cuna como otras en la universidad o en el bar, todo depende de las cartas que le vegan a uno de mano en la vida. Por eso a Alfonso Fernández Mañueco le nacieron político —como su padre, alcalde de Salamanca durante la última etapa del franquismo— y ha perseverado tanto en el empeño que le encomendó la sangre que ha terminado por ascender en el escalafón como se guarda turno en la monarquía. Ya está ahí, sucedáneo de democracia mediante, después de años y años en los que la abulia de Herrera amenazó con convertir su espera en una adaptación autonómica del príncipe Carlos de Inglaterra. «Me afilié cuando Manuel Fraga era presidente nacional, comencé a pegar carteles cuando Aznar era presidente regional, con Juan José Lucas empecé a tener mis primeras responsabilidades institucionales y con Herrera he sido secretario general desde que asumió la Presidencia», resumió esta semana. Con ese currículum, parece lógico resolver que lo raro es que hubiese acabado en la cuadrilla de desbroce del monte de mi amigo Karrete.

De todos los padrinos ha heredado tics que se descubren en su perfil como las ondas del torno del alfarero: el convencimiento del destino histórico, de Fraga; la soberbia en el ejercicio del poder, de Aznar; la divina mediocridad para esperar el momento, de Lucas; y el control de los resortes ocultos para que todo lo polémico le encuentre ajeno, de Herrera. Apenas cuatro ingredientes que se amasan en un carácter político fraguado en la trastienda, donde se trabajan los apoyos de los que hicieron que todos sus antecesores ocuparan el puesto a dedo y que, esta vez, ante la molestia de las primarias, han tenido que maniobrar con más sigilo para que pareciera un accidente. Ahí es donde ha perdido Silván, abandonado por la indolencia de Herrera ante el apetito de ese aparato, político y empresarial, que maneja los hilos para hacer que el negocio se reparta de acuerdo a los equilibrios económicos de los de siempre; ese «clientelismo» que en León denunciaba el otro día Cecilio Vallejo, aunque en su boca suene como si Ángel Cristo hubiese reclamado el final de los circos con animales.

Traidores, resentidos y agentes doble de por medio, el proceso ha servido para comprobar otra vez una marca de la casa: que no hay nada peor para un leonés que la posibilidad de que un paisano medre.

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