Diario de León

Publicado por
Luis-Salvador López Herrero Médico y Psicoanalista
León

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N o hace falta ser muy inteligente o erudito para darse cuenta de que nos encontramos en una coyuntura histórica inédita, por muchas razones, y sin futuro predecible, aunque no por ello deje de estar guiada en una dirección de consumo muy específica, que se me antoja tan implacable como imparable. Junto a la política internacional de la mano de personajes cada vez más mesiánicos e histriónicos, tal y como ya aconteció en Roma durante su declive, se suma además, una situación económica compleja bajo el epígrafe del «sálvese quien pueda», el ‘brexit’ es un ejemplo, y un marco social cada vez más autista que promueve la salida individual a través de todos esos objetos de consumo creados por la industria, para el encantamiento adictivo de ricos, pobres e indigentes de solemnidad. En este horizonte ideológico de globalización del consumo, sin una gota de poesía, se impone imperiosamente un mundo tecno-científico capaz de encandilar a una amplia gama de individuos, ávidos de una nueva fe terrenal. La inmortalidad, la eterna juventud o el cuerpo sin manchas ni atisbo de imperfección, se afianza como una nueva esperanza sin ningún tipo de crítica. Y claro, en este contexto de hechizo fugaz, mejor una imagen que mil palabras, o un pequeño texto mal escrito, en uno de los innumerables gadgets tecnológicos, que una franca conversación cara a cara, porque el tiempo apremia, por supuesto, aunque sólo sea para seguir manejando adictivamente más teclas y dispositivos de la industria. ¡Y todo aparentemente al servicio de la creación, la felicidad y la satisfacción personal!

Hubo un tiempo en que se hablaba de manipulación, fraude o engaño, de una manera contundente y rebelde, ante la promoción de objetos e intereses de la industria, hoy, al contrario, basta que surja cualquier entretenimiento interesado por la fábrica mágica, para que los ciudadanos se lancen en tropel hacia el agujero que ésta promueve, como si de un nuevo ídolo se tratara, sin saber muy bien qué cosa se busca satisfacer con ese ímpetu espasmódico. El selfie, la autoimagen mediante uno de estos múltiples inventos, forma parte de esta misma estrategia publicitaria, y de algo más: es la nueva promesa de satisfacción personal. Antaño Narciso se deleitaba observando su figuración en el agua hasta que acabó ahogándose, presa del hechizo que ejercía su imagen; del mismo modo, más tarde, Dorian Gray lo intentaría de forma fatal, utilizando en esa búsqueda de inmortalidad la presencia del ansiado espejito mágico. Ahora, la industria y el capital, de la mano de la psicología de autoayuda, garantiza que todo este tipo de gestos y rituales responden a un reencuentro consigo mismo. A veces incluso he escuchado, con gracia, que observarse detenidamente y cuidar denodadamente la propia imagen era un modo de quererse más, como si de esa forma se pudiera afianzar esa parca imagen que a veces no responde del modo deseado. Dicho de otra forma: como si el afecto hacia uno mismo pudiera surgir espontáneamente observando una y otra vez nuestro rostro, en una y mil posiciones a lo largo del día por los diferentes lugares en los que transitamos, a veces como almas en pena, en un intento de velar lo que la conciencia no quiere saber y la imagen trata de encubrir como puede. Ahora bien, con todos estos gestos espontáneos y tan masivos en la actualidad, relanzamos una y otra vez la demanda de nuestro silencioso y adictivo objeto: pulsar la tecla. Luego la necesidad de hiperconexión mediante ese dispositivo «inteligente» que permite mantenernos conectados con todo y todos, mientras nos proporciona la satisfacción mágica de registrar nuestra presencia efímera en mil y un lugares, se ha convertido en una nueva droga para muchos. Hace unos días incluso se promovió una exposición en una ciudad, de cuyo nombre no deseo acordarme, en donde junto a los auto-retratos de pintores ya conocidos y aclamados, se podían ver múltiples selfies, supongo que de famosos y no famosos que aspiran a una día de gloria, en un intento de evaluar la creatividad moderna frente a la clásica. No voy a entrar en el supuesto valor artístico de este tipo de impulsos técnicos frente a la pericia de los artistas, porque ya Baudelaire se mostró muy contrario al valor artístico de la fotografía. Pero conviene, quizá, no confundir el movimiento simple de un botón con el encuentro de una idea y el fluir de la mano en aras de la consagración de una imagen. En fin, aunque ya sabemos que en la actualidad «vale todo», al menos, detengámonos por un momento en lo que puede suponer la intromisión de todos estos objetos técnicos en nuestra vida cotidiana, para satisfacción de los nuevos amos. En este sentido, con benevolencia, escuchemos las palabras de mi compañero de aventuras Jean-Luc Millet: «Mientras os estáis haciendo un selfie recordar que una guadaña está segando vuestros pies».

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