Un buen chute de oxígeno
H ace unos años publiqué una historia universal de la chiripa donde venía a decir que el destino está trenzado por casualidades que vuelan hasta nosotros como los pájaros a su nido. Me imanta la idea de que seamos lo que seamos, lo somos por una conjura de azares. Por lo que inesperadamente nos pasa, porque aquel día, a aquella hora, estábamos allí aunque podíamos no haber estado. De hecho, lo estadístico era no haber estado. Pero estuvimos, y nuestro mundo, que parecía tan sólido, se disolvió, y ya nunca seríamos lo que pudimos haber sido, sino lo que somos para bien o para mal. Somos donde estamos, porque es ahí donde se producen los encuentros que nos cambian la vida.
Las coincidencias —algo tan casual como el dibujo de la escarcha en los cristales— han hecho de Emmanuel Macron lo que es ahora. Si ha llegado —él solito, casi sin partido ni nada— a donde hace solo unos meses parecía imposible, se lo debe a haber estado en el lugar adecuado en el momento oportuno. O sea, en una Francia atenazada por el descrédito de los viejos partidos y por la emergencia de la bicha populista. Esa combinación ha tolerado que un outsider llegue al Elíseo. Macron no es Presidente de la V República «a pesar de» no pertenecer a ninguno de los partidos tradicionales, sino «gracias a» eso, porque como ha diagnosticado el exprimer ministro Manuel Valls los viejos partidos franceses o ya están muertos o están solo para sopitas y buen vino. Y ya sabemos que todo ocurre inicialmente en Francia y a la larga en España.
Pero como la democracia tiene horror al vacío, necesitamos un recambio. O hacemos mejores partidos o nos adentramos en un piélago infestado de tecnócratas y populistas; o sea, en un territorio aún más pantanoso que el actual. Los movimientos sociales están muy bien, pero no pueden sustituir a los partidos porque «la organización es el arma de los débiles contra el poder de los fuertes». Lo dijo Robert Michels, que acuñó la «ley de hierro de la oligarquía». Vaya, que no es la democracia representativa lo que se acaba, sino el monopolio del espacio público por unos partidos gagás que mangonean la Administración de Justicia, los medios de comunicación públicos, las empresas públicas y todo lo que se mueve. Lo cual, aunque sea la norma, no es normal. A diferencia de los populismos, Macron no solo no ha llegado para cargarse el sistema, sino para darle un chute de oxígeno y de ácido hialurónico que le insufle vigor y le estire las arrugas. Una cosa es que los partidos deban renovarse del todo y otra tirarlos a la basura. Sería peor el remedio que la enfermedad. Da la casualidad que Macron también es filósofo y se sabe bien esa lección. Una chiripa que nos salva. De momento.