Diario de León
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SILUETAS gonzalo ugidos
León

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C omo lo esencial es invisible a los ojos, nos cuesta ver lo que tenemos delante de las narices. En León, sin ir más lejos, quienes han ocupado las mejores atalayas para ver lo más valioso de la ciudad, han venido siendo, por lo visto, los más présbitas para apreciar su singularidad. Inhábiles para separar la paja del grano, no han sabido justipreciar el valor de la Plaza del Grano, uno de los pocos ecos que van quedando de lo que fuimos: austeros labradores que cultivaban en esa plaza la fraternidad civil del intercambio. Cuando no es la fuerza del dinero, es la insensibilidad que caracteriza al poder lo que amenaza lo que los lugares onfálicos deberían tener de intocables.

No soy ningún nostálgico de paraísos rurales y menos aún de singularidades casi siempre ficticias, pero sé de sobra que no hay proyecto sin memoria y que perderla es tanto como quedar lobotomizado: o sea, perder la cabeza. Civilización viene de ciudad, aunque nos hayamos acostumbrado a las ciudades sin civilización, a ese urbanismo sin alma de grandes torres y de dictadura de los coches, que es el peaje que nos hacen pagar por la capitulación institucional ante los especuladores. Son cada vez más las ciudades inánimes —o desalmadas— por esa pulsión depredadora que arrasa todo lo que se opone al imperio del dinero. La civilización la hacen un parque con carrusel de caballitos, un paseo para caminar al amparo de las glicinias donde se posa el verderón, o una plaza alfombrada con morrillos que fueron normales y ya son vestigiales. Son lugares para el encuentro, el descanso, el paseo o la evocación. Sobre todo si esos ámbitos añaden a su función socializadora un estrato de geología sentimental, una resonancia del pasado que nos permite la ilusión de creer que la ciudad –pongamos que hablo de León— sigue siendo León y no otra ciudad que por casualidad se llama también León.

Solo cuando el presente se trenza con el pasado hay civilización y se abre una expectativa de porvenir. Decía Borges que «todo es hermoso; mejor dicho, todo suele ser hermoso después». A menos que venga a quitarnos el «después» un despotismo pretendidamente ilustrado e innecesariamente paternalista. Quienes deberían velar por la preservación de lo bello no deberían ver un enojoso obstáculo en los cantos que aún tenemos el raro privilegio de pisar en la Plaza del Grano y que nos vacunan contra el olvido y la arrogancia. Larry Durrell presintió que una ciudad es un mundo cuando se ama a uno de sus habitantes. Vale, pero también lo es cuando pres?erva sus huellas. Esos cantos rodados por el agua bendita del Torío y el Bernesga son un privilegio inalienable. No sé si dije que onfálico viene de ombligo, esa cicatriz que recuerda de donde venimos.

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