Diario de León
Publicado por
Jesús María Cantalapiedra escritor
León

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E n mi primer libro publicado, Crónicas Insolentes (1994), sin demasiada insolencia recreaba numerosas calles y plazas de nuestra ciudad. Después de ser presentado en León por Juan Pedro Aparicio, Luis Mateo Díez y el periodista Jesús Egido, tuvo su bautizo madrileño apadrinado por el siempre recordado Antonio Pereira. Precisamente, el primero de los relatos tuvo como protagonista la llamada plaza del Grano, rincón urbano al que también podría llamarse ‘plaza de los Granos’ (aparte de su función como zoco de venta de cereales antiguamente), debido a los disgustos y forúnculos que salían al Ayuntamiento en cada ocasión que decidía cuidar su aspecto que, poco a poco, iba deteriorando el tiempo. Comenzaba el capítulo con las siguientes palabras:

«Salpicada de historias tenebrosas, apariciones marianas y olvidos municipales y ciudadanos, pudiera aparecerse hoy como la más representativa de las que componen el deteriorado muestrario arquitectónico de la ciudad; un recordatorio, a las puertas del siglo XXI, de nuestro origen rural y fiero, menestral y devoto. Aún, en noches de luna incierta, puede escucharse el griterío de amotinados y plegarias fervorosas de enlutadas mujeres. En su atmósfera, el espíritu de los Omaña, los Lorenzana y los Núñez de Lara, intentando ajusticiar a Pérez de Villasinda después de los sucesos de la calle Matasiete».

Mas, todo esto es historia literaria. Volvamos a la actualidad. A pesar de los años transcurridos, los motines en la empedrada plaza, aun no sangrientos, siguen haciendo mella en los gordezuelos angelotes instalados en la fuente de la emblemática plaza por Carlos IV allá por el año MDCCLXXXIX («el lector sabrá su emplazamiento en la historia»), según decía en la crónica. En esta ocasión, los ‘amotinados’, disfrazados como siempre de plataforma cívica, rechazan los respectivos diseños antes de poder analizar el resultado final del remozamiento. Como viene siendo habitual en cualquier iniciativa que parta de los también correspondientes equipos de gobierno, es denostada por la oposición. Y yo me planteo una reflexión: ¿Por qué no se tiene en cuenta que todo este tipo de remodelaciones en defensa del decoro del lugar en cuestión, están dirigidos por expertos; por historiadores, arqueólogos, arquitectos y sociólogos, por urbanistas y técnicos? Me consta que los equipos de gobierno municipales cuentan con ellos en primera instancia. Otra cosa es que los consejos de los profesionales sean viables o no por cuestiones económicas. Pero, en cualquier forma, los técnicos sabrán adecuarse a las posibilidades de las arcas del municipio, que no se distinguen precisamente por su abundancia, sin menoscabo de la exigible estética y puesta en escena concordante con la época del rincón objeto de urgente conservación.

También debo recordar que esta ciudad se llama León, población dotada de especial idiosincrasia. Tan sólo hace unos días el equipo de fútbol local, ‘La Cultural’ (curioso nombre), ascendió a la llamada Segunda División y ya voy escuchando a diario una repetida y optimista frase: «Sí, pero el año que viene ‘pa’ Segunda B…». No hay quien nos cambie la mala milk .

En mi memoria, asimismo, la reconstrucción (qué no remodelación) del Palacio del Conde Luna, emblemático edificio que el tiempo convirtió en almacén de frutas, escaleras derrumbadas, techumbres arruinadas, solado de peligrosos tablones de madera podrida y un largo etcétera de inmundicias. Lo viví en primera persona en numerosas ocasiones. Pues bien, durante las complicadas obras también se escuchaban voces de ‘amotinados’ intentando paralizar o poner pegas a la recuperación del histórico edificio por vaya usted a saber qué razones. Ni siquiera tenían en cuenta el exterior: «Justo debajo de los escudos heráldicos y el frontis gótico, una singular trapa de sillería metálica era coronada por otro práctico blasón en campo de gules blanco y barras cruzadas sobre hojalata pintada al duco. Respectivamente hablamos de la puerta levadiza de entrada al almacén frutero y de la señal de prohibido aparcar». Finalizada la obra, los insurrectos «miraron de soslayo, fuesen y no hubo nada».

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