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TRIBUNA

Theresa May y el pavo que apostó en Nochebuena

Publicado por
J.J. Lanero Filología Inglesa.Universidad de León
León

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C uando el 18 de septiembre de 2014 los escoceses votaron en contra de la independencia, el primer ministro británico, que se había limitado a dar un par de vueltas por Escocia, llegó a la conclusión de que había ganado y podía ganar cualquier referéndum que fuera necesario convocar. Pronto se presentó la ocasión. Durante la campaña electoral de las elecciones generales de 2015, viendo que muchos euroescépticos del Partido Conservador se pasaban al recién creado UKIP (partido extremista y nacionalista), prometió que, en caso de ganar las elecciones, convocaría un referéndum para que el pueblo expresara su opinión sobre si quedarse o abandonar la Unión Europea. Cameron entendió que esa promesa detendría la sangría de conservadores y que, casi con toda seguridad, ganaría las elecciones en minoría y habría de repetir la coalición con los Liberal-demócratas, convencidos europeístas. Estos se opondrían a la consulta y el tema quedaría zanjado. El Premier británico se equivocó. Ganó por mayoría absoluta y se vio obligado a convocar el referéndum del ‘brexit’, que esperaba ganar con el mismo esfuerzo que el escocés: ninguno. Pero la cosa se torció. El Primer Ministro, de sólida formación académica en Oxford y experimentado en la realidad de la Unión Europea; el mismo que meses antes de llegar al poder en 2010 no tuvo empacho en reconocer que, hasta hacía poco tiempo ignoraba lo que era un pobre, perdió el refereéndum por desconocer el sentimiento de las gentes de la Inglaterra profunda (votaron a favor de la salida el 70% de los ancianos y el 80% de los votantes a favor del ‘brexit’ carecía de estudios universitarios) que se creyeron la fábula de que Europa era la culpable de todos sus males.

Conocido el resultado, como es tradición en la política británica, Cameron dimitió al día siguiente. Le sucedió su Ministra del Interior, Theresa May, que le había secundado —más por lealtad que por convencimiento—, en defender la permanencia. En la campaña del ‘brexit’, los conservadores euroescépticos optaron por una política de campanario; por un populismo demagógico y por un nacionalismo rancio que añoraba la Inglaterra imperialista.

Theresa May formó un gobierno desconcertante, colocando en Asuntos Exteriores a Boris Johnson, exalcalde de Londres y que durante la campaña del Brexit había practicado dos cosas impropias de cualquier político británico: mentir y practicar la demagogia.

Lo cierto es que Theresa May llegó al número 10 de Downing Street con bastante facilidad, dado el bajo perfil de los que compitieron con ella. La primera sorpresa con la que obsequió a los británicos fue que de golpe y porrazo se había convertido en firme defensora del ‘brexit’. La segunda fue que se deshizo de los más estrechos colaboradores de Cameron, un grupo de jóvenes y ambiciosos políticos formados en Oxford, prestigiosas escuelas de negocios europeas, liberales convencidos y sedientos de poder. El mejor ejemplo lo tenemos en el ministro de Economía de Cameron, George Osborne, que no ha tenido empacho en definir a Theresa May como «cadáver andante».

Pasados unos meses, en los que repitió hasta la saciedad que no se planteaba convocar elecciones, sorprendió a propios y extraños convocándolas el pasado 18 de abril. Theresa May quería legitimarse ante su partido aprovechando que el prestigio del líder de la oposición, Jeremy Corbyn, era inexistente hasta en las filas de su propio partido, el Laborista. La primera ministra se sentía ganadora de la convocatoria, a la vez que se encontraba con fuerzas de aplastar a un Corbyn presuntamente excéntrico y chiflado.

Theresa May comenzó una campaña arrogante y llena de contradicciones: los jóvenes no le compraron sus productos: desde un ‘brexit’ duro hasta el conocido como «impuesto de la demencia» que haría pagar a la tercera edad buena parte de sus dolencias. May reculó pero ya era tarde. La diferencia de 20 puntos del inicio de campaña terminó casi en un empate técnico amortiguado por el inexorable sistema mayoritario británico.

La May «estable y dura», según su propia descripción, amaneció descompuesta al día siguiente de las elecciones. Lejos de obtener una mayoría más sonada que su predecesor, perdió 12 escaños que le obligan a buscar acuerdos con otros partidos.

May ha entendido que sus mejores compañeros de viaje son los Unionistas de Irlanda del Norte. Se trata de un grupo de 10 diputados, fundado en su día por un reverendo presbiteriano-calvinista. Su ideología es conservadora en lo social y moral que sigue defendiendo la unión con el Reino Unido. Se manifestaron a favor del ‘brexit’, pero un ‘brexit’ blando. Su radicalismo no les impide saber que la frontera con la República de Irlanda no se puede cerrar a cal y canto como en los tiempos de plomo en los que la sangre corría por las calles del Ulster como si fuera agua. Está por ver lo que durará este noviazgo de conveniencia.

Cierto que Theresa May, ante el descalabro de los nacionalistas escoceses se ha quitado de encima la pesadilla de un segundo referéndum, dado el descalabro que han cosechado con la pérdida de 21 escaños. Pero en Escocia, después de una sequía de más de 35 años, los conservadores han obtenido una importante victoria de 13 escaños. Y ya se oyen voces que piden que los Tories escoceses se independicen de sus colegas ingleses y creen su propio partido. Entre otras cosas, porque son partidarios de un ‘brexit’ blando, lo mismo que los unionistas irlandeses, de los que desconfían más por razones históricas y de vecindad que por causas objetivas.

Todo esto lo conoce muy bien Theresa May, hija de un párroco anglicano, formada en la austeridad de una vicaría del centro de Inglaterra, estudiante aplicada en Oxford, pero en nada equiparable a Sir Winston Churchill y mucho menos a la Dama de Hierro, Margaret Thatcher, a quien ha intentado emular con nulo éxito.

May formará gobierno y se presentará como mejor pueda ante la mesa de negociaciones con los halcones de la Unión Europea que la están esperando impacientes. Se sabe débil y conoce muy bien que más pronto que tarde la llevarán al cadalso. ¿Quién? Pues es algo que todavía no se sabe. Probablemente los suyos, haciendo realidad esa cínica y real frase española de «al suelo que vienen los nuestros».

El ejecutor puede venir de muchos sitios. Los seguidores de Cameron, a los que descabalgó de las listas, tienen cuentas pendientes que saldar con ella, a la que sencillamente consideran incapaz. Los euroescépticos, acaudillados por Boris Johnson, se la quieren quitar de en medio; el exalcalde de Londres ya está oyendo cantos de sirena incluso dentro del gobierno de Su Majestad para que, como en los tiempos del Imperio —en este caso Romano—, le seccione la yugular. Los conservadores escoceses que, teniendo en cuenta sus buenos resultados, ya sueñan con hacerse con el gobierno escocés y, para ello, necesitan hacer ciertas concesiones que no son del agrado de May. Y, finalmente, sus nuevos compañeros de viaje, los unionistas irlandeses; su infidelidad política es proverbial.

Theresa May, como dice el adagio británico, «vendió los pollos antes de que salieran del cascarón». Su arrogancia la va a pagar muy cara. Eso es lo único que no variará en la nueva política británica: A los grandes hombres, se les ensalza, aunque luego caigan en el olvido. Y a los que cometen errores colosales, como ella, se les despeña. Ningún pavo votaría a favor de la fiesta de Nochebuena. Ella lo hizo. Pues bien: pagará por ello.

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