Cerrar
Publicado por
ALFONSO GARCÍA
León

Creado:

Actualizado:

Tuve que frotarme los ojos. No podía creerlo, aunque haya entrado en la fase de no poner nada en duda. O casi nada. O casi todo. Sabemos cuán inestables y frágiles son los límites que marcan cualquier frontera. Pero insistió, a preguntas del periodista radiofónico, el dueño —quizá era el gestor o el relaciones públicas— del restaurante ibicenco al que me refiero. Y dijo, además, que tenían largas listas de espera. Pensé que solo ocurría esto en la Seguridad Social. Ya veo que no. El menú tenía precio redondo, mil quinientos euros del ala —no sabemos de qué ala, por supuesto—, extras aparte. No sé, o no recuerdo qué sucesión de platos, vinos, champanes, postres y demás exquisiteces imprevistas ofrecen en la carta, que se supone, como conclusión lógica, sean de muy altos vuelos, aunque vaya usted a saber. En este entramado social en que andamos metidos, la exclusividad se paga, aunque sea a costa de ciertas maltratadas costillas becarias.

Oiga, que no me parece mal. Lo de las costillas, sí. Me refiero al menú y sus tres billetes de quinientos. Que cada cual, si puede y quiere, se gasta sus dineros en lo que le dé la real gana. Faltaría más. Simplemente me llama la atención esta invasión gastronómica que llega a las pantallas y a ciertos santuarios como si se tratara de salvarnos a través de una inalcanzable metafísica de la cocina que pontifica desde el dogma del yantar. La cocina está de moda, aunque no siempre cercana a la gente corriente desde las pantallas públicas, y me parece muy bien igualmente. A los cocineros, a los que antes llamaron mesoneros, se les llama ahora restauradores, pura nomenclatura que recoge con elegancia ya el primer diccionario de nuestra lengua. No dice este, sin embargo, que estamos ante otros nuevos gurús, santo y seña de estos tiempos que intentan someter cualquier proceso a los análisis del laboratorio. Entiendo que forma parte del progreso que permite fortalecer y enriquecer nuestros hábitos. No me cabe la menor duda.

Confieso, para mi desgracia, que no soy un cocinitas. Más bien, todo lo contrario. Tiro de lata o, en el mejor de los casos, de un par de huevos fritos. Lo de la puntilla ya es para nota. Me sigue atrayendo eso que llaman cocina de la abuela. De la nueva, de momento, me entusiasman algunos nombres de la carta, que me parecen títulos maravillosos para un poema o una novela. Estoy convencido de que tanto la palabra como la gastronomía nos apegan a la tierra.

Cargando contenidos...